Lo sublime es efímero.
Las
llagas y ampollas escocían sus pies. Le causaban casi el mismo dolor que una
tortura medieval, y, sin embargo, estaba obligada a sonreír. Lo bueno es que
era el último ensayo. Al día siguiente, después de los nervios
precedentes a que subiera el telón, no podía esperar para salir a escena
después de ver los primeros números mientras calentaba entre piernas. Terminó
su variación, cayendo sobre la rodilla izquierda con la ingravidez de una
pluma. El aplauso, el primero que recibía como solista, fue maravilloso, pero
quizá no tanto como la sensación de flotar que da el danzar sobre las
puntas.
Después,
en la escuela, quiso compartir con sus compañeros un poco de lo que sintió esos tres minutos del
fin de semana, después de meses de tan arduo entrenamiento. Por respuesta -como
siempre- unos cuatro chimpancés levantaron los brazos en forma de espárragos cocidos
sobre sus cabezas, mientras subían los talones para emprender los movimientos
de un ornitorrinco espasmódico. Intentó explicarles una vez más que los hombres
no usan tutú, pero tuvo que reprenderse mentalmente por haber recaído en
el error de pretender que respetaran la disciplina por la que ella entregaba la
vida, y de la cual desconocían tanto.
Una
vez graduada de la secundaria, inició el proceso de selección en la escuela de
ballet de tiempo completo, que incluía los estudios de preparatoria. El proceso
duró tres semanas y fue brutal. Nunca había tenido que demostrar tanto, pero al
final logró un lugar en la escuela, lo cual representó, aún más que antes,
renunciar a cualquier tipo de vida familiar y social, y la prohibición tácita
de enfermarse o lesionarse. Durante tres años sufrió los reclamos de sus
padres, puesto que a veces ya ni siquiera podía contestar el teléfono, y le fue
imposible tener un solo novio, porque la mayoría de sus compañeros eran homosexuales,
o no la tomaban en serio.
Después de salir de la escuela, el reto era encontrar
un lugar para seguir entrenando. En su casa no había espacio, ni el piso era
adecuado, y ni sus padres ni ella tenían dinero para meterla a clases. Investigó una
clase barata en una casa de cultura, y se inscribió, aunque el nivel no era el
mismo que en sus escuelas anteriores. Luego,
comenzó a ir a todos las audiciones que podía, pero durante un par de años no
se quedó en nada, lo cual le hizo sentir que su sueño se había hecho
pedazos contra el suelo.
Cuando
no veía la salida, y su familia se iba a pique, logró una plaza en una compañía
de Nueva York que buscaba nuevos talentos. Al poco tiempo, su madre consiguió
un nuevo empleo, y para festejar le compraron un auto, por lo que pudo partir
conduciendo
a
Estados Unidos. Después de un par de meses en el cuerpo de baile de Giselle, un conductor ebrio la
embistió cuando se dirigía a comprar comida en Delancey Street. Mientras perdía
el último soplo de energía vital entre la apretada espiral de hierro, se
sumergió en una deliciosa elevación sobrenatural. Su último pensamiento fue que
la intensa aleación de dolor y éxtasis de la danza se parecían a los de la muerte.
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