miércoles, 26 de septiembre de 2012

VIDA DE ARTISTA: LA BAILARINA


Lo sublime es efímero.

Las llagas y ampollas escocían sus pies. Le causaban casi el mismo dolor que una tortura medieval, y, sin embargo, estaba obligada a sonreír. Lo bueno es que era el último ensayo. Al día siguiente, después de los nervios precedentes a que subiera el telón, no podía esperar para salir a escena después de ver los primeros números mientras calentaba entre piernas. Terminó su variación, cayendo sobre la rodilla izquierda con la ingravidez de una pluma. El aplauso, el primero que recibía como solista, fue maravilloso, pero quizá no tanto como la sensación de flotar que da el danzar sobre las puntas. 

Después, en la escuela, quiso compartir con sus compañeros un poco de lo que sintió esos tres minutos del fin de semana, después de meses de tan arduo entrenamiento. Por respuesta -como siempre- unos cuatro chimpancés levantaron los brazos en forma de espárragos cocidos sobre sus cabezas, mientras subían los talones para emprender los movimientos de un ornitorrinco espasmódico. Intentó explicarles una vez más que los hombres no usan tutú, pero tuvo que reprenderse mentalmente por haber recaído en el error de pretender que respetaran la disciplina por la que ella entregaba la vida, y de la cual desconocían tanto. 
Una vez graduada de la secundaria, inició el proceso de selección en la escuela de ballet de tiempo completo, que incluía los estudios de preparatoria. El proceso duró tres semanas y fue brutal. Nunca había tenido que demostrar tanto, pero al final logró un lugar en la escuela, lo cual representó, aún más que antes, renunciar a cualquier tipo de vida familiar y social, y la prohibición tácita de enfermarse o lesionarse. Durante tres años sufrió los reclamos de sus padres, puesto que a veces ya ni siquiera podía contestar el teléfono, y le fue imposible tener un solo novio, porque la mayoría de sus compañeros eran homosexuales, o no la tomaban en serio. 
Después de salir de la escuela, el reto era encontrar un lugar para seguir entrenando. En su casa no había espacio, ni el piso era adecuado, y ni sus padres ni ella tenían dinero para meterla a clases. Investigó una clase barata en una casa de cultura, y se inscribió, aunque el nivel no era el mismo que en sus escuelas anteriores. Luego, comenzó a ir a todos las audiciones que podía, pero durante un par de años no se quedó en nada, lo cual le hizo sentir que su sueño se había hecho pedazos contra el suelo.
Cuando no veía la salida, y su familia se iba a pique, logró una plaza en una compañía de Nueva York que buscaba nuevos talentos. Al poco tiempo, su madre consiguió un nuevo empleo, y para festejar le compraron un auto, por lo que pudo partir  conduciendo a Estados Unidos. Después de un par de meses en el cuerpo de baile de Giselle, un conductor ebrio la embistió cuando se dirigía a comprar comida en Delancey Street. Mientras perdía el último soplo de energía vital entre la apretada espiral de hierro, se sumergió en una deliciosa elevación sobrenatural. Su último pensamiento fue que la intensa aleación de dolor y  éxtasis de la danza se parecían a los de la muerte. 

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