Un lagarto cocainómano que se sentía Harold Pinter.
Adentro de la
pequeña casa encontraron los papeles de identidad de un tal Jorge Luis Antúnez
Cosío, cuya causa de muerte fue suicidio. Sobre el escritorio, cerca de una computadora obsoleta, estaba la siguiente carta escrita a mano:
Quien quiera que sea:
Estoy seguro de que usted no sabe quien era yo, y probablemente ni
siquiera tenía la más mínima noción de mi existencia. No negaré que tampoco me
interesó integrarme a su insulsa comunidad en ningún instante de los dieciocho
años que llevo viviendo en esta casa, pero también es cierto que nadie repara
en nadie mientras no le sirva para algo, y, para muestra, sé que usted llegó
aquí hasta que mis proveedores de alimentos prescindieron de mi dinero.
Confieso a través de esta nota suicida haber sido el responsable, en
parte, de los sucesos en la calle Farol hace cuatro años, y me da mucha pena no
creer en el más allá, porque desde el infierno me estaría riendo ahora mismo de
los formidables "investigadores" que procesaron a un beodo enclenque por algo que fue, más que
evidentemente, efectuado por un forzudo animal. A continuación, explico lo
ocurrido, con la menos sincera expectativa de que mi lenguaje sea entendible en el futuro para los cerebros simiescos del cuerpo policíaco de este pueblo y la parodia de abogado que se
consiguió el infortunado borrachín.
Estuve observando a la gente que vivía en esa calle desde hace mucho
tiempo, y lo que puedo expresar, además de que era tan fascinante como ver
ratones empujando corcholatas en un laberinto, es que entre ellos existía, no
sólo la típica indiferencia cordial, sino un profundo desprecio reprimido.
Además, casi todos esos personajes tenían su particular versión de una burda puesta
en escena de virtud, y se me ocurrió que aquellas escenografías hechas de
palillos solo necesitaban un empujoncito para desplomarse. Desde luego, aclaro
que mi intención no fue darles una lección reformadora, puesto que yo mismo practiqué
la indecencia asidua y gozosamente, sino probar la teoría de que hacen falta
pequeños detonadores para sacar los miedos de sus húmedos escondrijos y, sobre todo, para entretenerme a sus costillas
Defino brevemente a algunas de mis víctimas: Gómez habitaba la casa seiscientos, y no era más que un pobre alcohólico que amenazaba a su mujer cada vez que podía, pero que en el fondo le tenía terror y se sentía inferior a ella; la señora, entretanto, parecía encontrar el verdadero placer de sus encuentros con el holgazán del seiscientos siete en hacerle la vida imposible a Gómez, más que en el acto carnal. Los hippies de la quinientos nueve -José y Flora, se llamaban- eran un clásico ejemplo de esos intelectuales autosuficientes que siempre tienen algún irritante consejo práctico para cada ocasión, mientras que su vida es una bomba de mierda que les explotó en la cara, y sólo pueden disipar el olor con el incienso falaz de los narcóticos. Los leí mejor que a ninguno, porque exactamente así era yo en mi juventud. Martina era una beata que vivía en la quinientos ocho, y creo que era la antítesis de José y Flora… o no, más bien se les parecía mucho, sólo que su vicio era la religión, y sus irritantes consejos, en lugar de sapiencia, destilaban moralina. Su casa estaba en medio de las de Tess Conway y Lorna Burgos. Tess se había jubilado y, según ella, vino aquí para descansar y vivir en paz. No obstante, vivía preocupada por su seguridad a un nivel patológico, y tenía fobia a que invadieran su espacio, lo cual contrastaba con su amabilidad extrema y mofletes rojos de ingenua. Lorna era una mujer peleonera y brusca, que confundía su ramplonería con “ser una guerrera de la vida”; Guillermo, su mocoso, se sabía el consentido, y por ello se esforzaba en parecerse a lo que ella suponía “encantador”, es decir, rutinas de foca circense y clichés de buena conducta fáciles de fingir y memorizar. Cuando mami le daba la espalda, era tan pendenciero como ella, perezoso y un adicto más, sólo que a los videojuegos. El padre estaba allí, pero bien podría no haber tenido rostro, o derretirse en su sofá, y hubiera dado lo mismo. La única que parecía auténtica y pura era la pequeña Tatiana. No recuerdo la última vez que supe de alguien tan incorrupto, pero apuesto a que ahora que es adolescente se está volviendo tan miserable como lo somos todos.
Defino brevemente a algunas de mis víctimas: Gómez habitaba la casa seiscientos, y no era más que un pobre alcohólico que amenazaba a su mujer cada vez que podía, pero que en el fondo le tenía terror y se sentía inferior a ella; la señora, entretanto, parecía encontrar el verdadero placer de sus encuentros con el holgazán del seiscientos siete en hacerle la vida imposible a Gómez, más que en el acto carnal. Los hippies de la quinientos nueve -José y Flora, se llamaban- eran un clásico ejemplo de esos intelectuales autosuficientes que siempre tienen algún irritante consejo práctico para cada ocasión, mientras que su vida es una bomba de mierda que les explotó en la cara, y sólo pueden disipar el olor con el incienso falaz de los narcóticos. Los leí mejor que a ninguno, porque exactamente así era yo en mi juventud. Martina era una beata que vivía en la quinientos ocho, y creo que era la antítesis de José y Flora… o no, más bien se les parecía mucho, sólo que su vicio era la religión, y sus irritantes consejos, en lugar de sapiencia, destilaban moralina. Su casa estaba en medio de las de Tess Conway y Lorna Burgos. Tess se había jubilado y, según ella, vino aquí para descansar y vivir en paz. No obstante, vivía preocupada por su seguridad a un nivel patológico, y tenía fobia a que invadieran su espacio, lo cual contrastaba con su amabilidad extrema y mofletes rojos de ingenua. Lorna era una mujer peleonera y brusca, que confundía su ramplonería con “ser una guerrera de la vida”; Guillermo, su mocoso, se sabía el consentido, y por ello se esforzaba en parecerse a lo que ella suponía “encantador”, es decir, rutinas de foca circense y clichés de buena conducta fáciles de fingir y memorizar. Cuando mami le daba la espalda, era tan pendenciero como ella, perezoso y un adicto más, sólo que a los videojuegos. El padre estaba allí, pero bien podría no haber tenido rostro, o derretirse en su sofá, y hubiera dado lo mismo. La única que parecía auténtica y pura era la pequeña Tatiana. No recuerdo la última vez que supe de alguien tan incorrupto, pero apuesto a que ahora que es adolescente se está volviendo tan miserable como lo somos todos.
Lo único que yo hice fue desestabilizarlos y provocar que empezaran a
comunicarse un poco más entre sí, utilizando efectos bastante pueriles y
sencillos. Una noche calurosa, paseaba con Zaratustra, mi queridísimo perro, quien
seguro ya le dio a usted la bienvenida a mi hogar que usted se merece, cuando
noté que la ventana de Guillermo estaba abierta de par en par. Cuando me asomé,
el chiquillo no estaba en su cama. Luego, observé que dejaba la ventana abierta
todas las noches y se levantaba a mear a la misma hora. Adapté dos dispositivos
a control remoto que hacían brincar un juguete, y los coloqué atrás de las patas
de su cama. Me la pasé la mar de bien esa noche, haciendo rebotar la cabecera. Cuando salió corriendo con su mami, los retiré para que no descubriera el
origen de las sacudidas. En otra ocasión, cargué una escultura terriblemente
fea y pesada que habían hecho José y Flora en la orilla de la carretera, y sólo
tuve que colocarla frente a su puerta y tocar el timbre. El LSD en el organismo
de José hizo el resto del truco.
En uno de nuestros paseos nocturnos, Zaratustra se orinó en un dispositivo
de seguridad de Conway, y ello produjo una descompostura que hacía que el
cachivache soltara sonidos muy desagradables. Me di cuenta de que al pisar un
cable, el sonido paraba. Me disponía a ir por el hacha para cortarlo, cuando vi
a Conway incorporarse en su cama a través de los barrotes electrificados que la
separaban del mundo. Pisé el cable, y volvió a acostarse porque el sonido había
cesado. Solté el cable, y se sentó de nuevo. La coreografía se repitió varias
veces, y luego dejé caer una piedra pesada sobre la conexión. Les hice tonterías
similares a todos durante un tiempo, hasta que perdieron la gracia.
La última vez que llevé a cabo mis bromas, amarré a Zaratustra en el poste de un tendedero en el patio trasero de Martina. Proyecté la sombra del perro, porque daba un efecto diabólico al dirigir la lámpara a contraluz y de una determinada manera, para la cual tenía que alejarme. Con Martina eso bastaba, e incluso menos, para tenerla
rezando el rosario toda la madrugada. No pudo más y salió enarbolando un
crucifijo y tirando agua bendita. Ocurre que Zaratustra es aún más misántropo que yo, lo cual
es mucho decir, por lo cual no duda en atacar a cualquiera que ose invadir su
campo visual. No habían pasado quince segundos, cuando rompió el poste con fuerza
descomunal y le saltó encima a Martina. Corrí a detenerlo, pero fue muy difícil
separarlo de su presa. Cuando por fin tomé el control de la correa, era tarde. Martina me miró a los ojos un instante, y falleció. Mentiría del
todo si digo que me impactó o conmovió. En cuanto a la infiel y su compañero,
intentaron allanar mi casa, creo que supusieron que estaba vacía, en medio de un delirio
etílico, y terminaron abatidos por mi fiel guardián, en especial porque
el tipo lo provocó lanzándole piedritas y gritándole imbecilidades, mientras que
la otra se reía como urraca. Zaratustra los mató rápido porque los atacó directamente en el cuello, y sin soltar un solo ladrido de advertencia. Moví los dos cuerpos a la calle Farol, con cuidado de no dejar huellas, únicamente porque no
quería que me molestaran cuando fueran a recogerlos. Lo demás sucedió sin
que yo tuviera nada que ver.
Al final, las cosas no salieron como yo creía, sino mejor, porque comenzaron a temerse y reñir, hasta que la calle se desocupó. José y Flora necearon en quedarse, pero su última alucinación, en la que vieron parir a su musa, aunque tiene pinta de haber sido perpetrada por mí para correrlos, no lo fue. Simplemente estaban así de pasados.
El día en que la última familia feliz terminó su mudanza y la calle se quedó vacía, me sentí muy satisfecho con mi nueva soledad absoluta. Salí a caminar, aunque odio el sol y procuro evitarlo si no tengo algo que comprar en la ciudad. Tatiana advirtió mi presencia y le sonreí, ante lo cual ella respondió asustándose de muerte .
No tengo más que decirle, excepto que deseo que dejen que los buitres se den un festín, tiren mi cuerpo en la fosa común, o inauguren un puesto de tacos, siempre y cuando bajo ninguna circunstancia localicen a mi familia. Ahora, salga de mi casa y váyase al diablo.
Al final, las cosas no salieron como yo creía, sino mejor, porque comenzaron a temerse y reñir, hasta que la calle se desocupó. José y Flora necearon en quedarse, pero su última alucinación, en la que vieron parir a su musa, aunque tiene pinta de haber sido perpetrada por mí para correrlos, no lo fue. Simplemente estaban así de pasados.
El día en que la última familia feliz terminó su mudanza y la calle se quedó vacía, me sentí muy satisfecho con mi nueva soledad absoluta. Salí a caminar, aunque odio el sol y procuro evitarlo si no tengo algo que comprar en la ciudad. Tatiana advirtió mi presencia y le sonreí, ante lo cual ella respondió asustándose de muerte .
No tengo más que decirle, excepto que deseo que dejen que los buitres se den un festín, tiren mi cuerpo en la fosa común, o inauguren un puesto de tacos, siempre y cuando bajo ninguna circunstancia localicen a mi familia. Ahora, salga de mi casa y váyase al diablo.
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