miércoles, 12 de septiembre de 2012

EL EFECTISTA, parte 5.

Un lagarto cocainómano que se sentía Harold Pinter. 

El cadáver estaba en pésimo estado, ya que, además de la descomposición avanzada, Zaratustra se había comido casi la mitad. Lo encontraron porque el gerente del mini-súper se dio cuenta de que su cliente misterioso no había pedido en varias semanas la despensa que sin falta le entregaban todos los miércoles desde hacía más de diez años. La choza, que por fuera parecía miserable y deshabitada, por dentro estaba impecable y tenía todo lo necesario para vivir más o menos cómodamente. No obstante, al abrir la puerta por vez primera, surgió de adentro el perro furioso, que se abalanzó contra un agente de policía, causándole una severa herida en la oreja. Otro oficial mató de un balazo a Zaratustra antes de que le despedazara la yugular a su compañero, lo cual más tarde trascendería en los periódicos, y daría ocasión a una oleada de protestas en las redes sociales, que incluían conmovedoras imágenes del pobre animalito indefenso abatido por la policía. Cuándo el comandante vio aquella mordida espantosa, reconoció de inmediato a las de tres víctimas que habían fallecido cuatro años atrás, precisamente en la calle que estaba atravesando la carretera, donde ahora había en su lugar una empacadora de granos. Confirmó que habían encarcelado a un hombre inocente, como ya lo sabía en el fondo, al igual que todos.

Adentro de la pequeña casa encontraron los papeles de identidad de un tal Jorge Luis Antúnez Cosío, cuya causa de muerte fue suicidio. Sobre el escritorio, cerca de una computadora obsoleta, estaba la siguiente carta escrita a mano:

Quien quiera que sea:

Estoy seguro de que usted no sabe quien era yo, y probablemente ni siquiera tenía la más mínima noción de mi existencia. No negaré que tampoco me interesó integrarme a su insulsa comunidad en ningún instante de los dieciocho años que llevo viviendo en esta casa, pero también es cierto que nadie repara en nadie mientras no le sirva para algo, y, para muestra, sé que usted llegó aquí hasta que mis proveedores de alimentos prescindieron de mi dinero.

Confieso a través de esta nota suicida haber sido el responsable, en parte, de los sucesos en la calle Farol hace cuatro años, y me da mucha pena no creer en el más allá, porque desde el infierno me estaría riendo ahora mismo de los formidables "investigadores" que procesaron a un beodo enclenque por algo que fue, más que evidentemente, efectuado por un forzudo animal. A continuación, explico lo ocurrido, con la menos sincera expectativa de que mi lenguaje sea entendible en el futuro para los cerebros simiescos del cuerpo policíaco de este pueblo y la parodia de abogado que se consiguió el infortunado borrachín.

Estuve observando a la gente que vivía en esa calle desde hace mucho tiempo, y lo que puedo expresar, además de que era tan fascinante como ver ratones empujando corcholatas en un laberinto, es que entre ellos existía, no sólo la típica indiferencia cordial, sino un profundo desprecio reprimido. Además, casi todos esos personajes tenían su particular versión de una burda puesta en escena de virtud, y se me ocurrió que aquellas escenografías hechas de palillos solo necesitaban un empujoncito para desplomarse. Desde luego, aclaro que mi intención no fue darles una lección reformadora, puesto que yo mismo practiqué la indecencia asidua y gozosamente, sino probar la teoría de que hacen falta pequeños detonadores para sacar los miedos de sus húmedos escondrijos y, sobre todo, para entretenerme a sus costillas

Defino brevemente a algunas de mis víctimas: Gómez habitaba la casa seiscientos, y no era más que un pobre alcohólico que amenazaba a su mujer cada vez que podía, pero que en el fondo le tenía terror y se sentía inferior a ella; la señora, entretanto, parecía encontrar el verdadero placer de sus encuentros con el holgazán del seiscientos siete en hacerle la vida imposible a Gómez, más que en el acto carnal. Los hippies de la quinientos nueve -José y Flora, se llamaban- eran un clásico ejemplo de esos intelectuales autosuficientes que siempre tienen algún irritante consejo práctico para cada ocasión, mientras que su vida es una bomba de mierda que les explotó en la cara, y sólo pueden disipar el olor con el incienso falaz de los narcóticos. Los leí mejor que a ninguno, porque exactamente así era yo en mi juventud. Martina era una beata que vivía en la quinientos ocho, y creo que era la antítesis de José y Flora… o no, más bien se les parecía mucho, sólo que su vicio era la religión, y sus irritantes consejos, en lugar de sapiencia, destilaban moralina. Su casa estaba en medio de las de Tess Conway y Lorna Burgos. Tess se había jubilado y, según ella, vino aquí para descansar y vivir en paz. No obstante, vivía  preocupada por su seguridad a un nivel patológico, y tenía fobia a que invadieran su espacio, lo cual contrastaba con su amabilidad extrema y mofletes rojos de ingenua. Lorna era una mujer peleonera y brusca, que confundía su ramplonería con “ser una guerrera de la vida”; Guillermo, su mocoso, se sabía el consentido, y por ello se esforzaba en parecerse a lo que ella suponía “encantador”, es decir,  rutinas de foca circense y clichés de buena conducta fáciles de fingir y memorizar. Cuando mami le daba la espalda, era tan pendenciero como ella, perezoso y un adicto más, sólo que a los videojuegos. El padre estaba allí, pero bien podría no haber tenido rostro, o derretirse en su sofá, y hubiera dado lo mismo. La única que parecía auténtica y pura era la pequeña Tatiana. No recuerdo la última vez que supe de alguien tan incorrupto, pero apuesto a que ahora que es adolescente se está volviendo tan miserable como lo somos todos.

Lo único que yo hice fue desestabilizarlos y provocar que empezaran a comunicarse un poco más entre sí, utilizando efectos bastante pueriles y sencillos. Una noche calurosa, paseaba con Zaratustra, mi queridísimo perro, quien seguro ya le dio a usted la bienvenida a mi hogar que usted se merece, cuando noté que la ventana de Guillermo estaba abierta de par en par. Cuando me asomé, el chiquillo no estaba en su cama. Luego, observé que dejaba la ventana abierta todas las noches y se levantaba a mear a la misma hora. Adapté dos dispositivos a control remoto que hacían brincar un juguete, y los coloqué atrás de las patas de su cama. Me la pasé la mar de bien esa noche, haciendo rebotar la cabecera. Cuando salió corriendo con su mami, los retiré para que no descubriera el origen de las sacudidas. En otra ocasión, cargué una escultura terriblemente fea y pesada que habían hecho José y Flora en la orilla de la carretera, y sólo tuve que colocarla frente a su puerta y tocar el timbre. El LSD en el organismo de José hizo el resto del truco.

En uno de nuestros paseos nocturnos, Zaratustra se orinó en un dispositivo de seguridad de Conway, y ello produjo una descompostura que hacía que el cachivache soltara sonidos muy desagradables. Me di cuenta de que al pisar un cable, el sonido paraba. Me disponía a ir por el hacha para cortarlo, cuando vi a Conway incorporarse en su cama a través de los barrotes electrificados que la separaban del mundo. Pisé el cable, y volvió a acostarse porque el sonido había cesado. Solté el cable, y se sentó de nuevo. La coreografía se repitió varias veces, y luego dejé caer una piedra pesada sobre la conexión. Les hice tonterías similares a todos durante un tiempo, hasta que perdieron la gracia.

La última vez que llevé a cabo mis bromas, amarré a Zaratustra en el poste de un tendedero en el patio trasero de Martina. Proyecté la sombra del perro, porque daba un efecto diabólico al dirigir la lámpara a contraluz y de una determinada manera, para la cual tenía que alejarme. Con Martina eso bastaba, e incluso menos, para tenerla rezando el rosario toda la madrugada. No pudo más y salió enarbolando un crucifijo y tirando agua bendita. Ocurre que Zaratustra es aún más misántropo que yo, lo cual es mucho decir, por lo cual no duda en atacar a cualquiera que ose invadir su campo visual. No habían pasado quince segundos, cuando rompió el poste con fuerza descomunal y le saltó encima a Martina. Corrí a detenerlo, pero fue muy difícil separarlo de su presa. Cuando por fin tomé el control de la correa, era tarde. Martina me miró a los ojos un instante, y falleció. Mentiría del todo si digo que me impactó o conmovió. En cuanto a la infiel y su compañero, intentaron allanar mi casa, creo que supusieron que estaba vacía, en medio de un delirio etílico, y terminaron abatidos por mi fiel guardián, en especial porque el tipo lo provocó lanzándole piedritas y gritándole imbecilidades, mientras que la otra se reía como urraca. Zaratustra los mató rápido porque los atacó directamente en el cuello, y sin soltar un solo ladrido de advertencia. Moví los dos cuerpos a la calle Farol, con cuidado de no dejar huellas, únicamente porque no quería que me molestaran cuando fueran a recogerlos. Lo demás sucedió sin que yo tuviera nada que ver.

Al final, las cosas no salieron como yo creía, sino mejor, porque comenzaron a temerse y reñir, hasta que la calle se desocupó. José y Flora necearon en quedarse, pero su última alucinación, en la que vieron parir a su musa, aunque tiene pinta de haber sido perpetrada por mí para correrlos, no lo fue. Simplemente estaban así de pasados.

El día en que la última familia feliz terminó su mudanza y la calle se quedó vacía, me sentí muy satisfecho con mi nueva soledad absoluta. Salí a caminar, aunque odio el sol y procuro evitarlo si no tengo algo que comprar en la ciudad. Tatiana advirtió mi presencia y le sonreí, ante lo cual ella respondió asustándose de muerte .

No tengo más que decirle, excepto que deseo que dejen que los buitres se den un festín, tiren mi cuerpo en la fosa común,  o inauguren un puesto de tacos, siempre y cuando bajo ninguna circunstancia localicen a mi familia. Ahora, salga de mi casa y váyase al diablo.  

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