miércoles, 29 de mayo de 2013

EL HOMBRE SIN LÁGRIMAS, parte 5

Los caprichos de Tezcatlipoca.


Sonó la trompeta de caracol tan temprano como siempre, mientras un hombre se escurría entre los árboles con torpeza, junto con los primeros rayos de luz. Los comerciantes empezaban a poner sus tendidos de ropa, comida y alhajas, por lo que el individuo, a la vez que se sobaba el espinazo, se internó un poco más entre las matas para que no lo reconocieran en el mercado. No había tiempo que perder. Por suerte sabía un atajo a partir de allí que lo llevaría rápido hasta la casa de Atzin.

Atzin estaba muy bien vestido, en espera de los candidatos para formar su nuevo equipo de trabajo. Supuso que el visitante recién llegado sería uno de ellos, pero para su sorpresa se trataba de un viejo amigo que él no esperaba volver a ver.

—¡Gordo Opo! ¡Creí que habías fallecido, querido hermano!

Muchos meses atrás, durante el encuentro violento, los comerciantes mayas hirieron a Opo, pero se hizo el muerto y logró salvarse. En cuanto a los demás, ellos desgraciadamente sí habían perdido la vida. Pero Opo no estaba allí para actualizar la información y echarse la tortillita con chile que le ofrecían, a pesar de lo mucho que se le antojaba, sino que tenía que prevenir a Atzin cuanto antes de que un grupo de Caballeros Águila venía a capturarlo y matarlo por órdenes del tlatoani, y ya era bastante fortuna que no hubiesen llegado todavía. Apenas dijo eso y se desplomó jadeante.

En Ekab, Opo el gordo -que ahora era Opo el flaco porque comió pura fruta en ese tiempo- anduvo errante, hasta que se declaró la guerra y pudo vislumbrar una oportunidad para reencontrarse con los suyos y volver a casa. Buscó el campamento del ejército, donde lo recibieron afectuosamente. Cuando lo llevaban frente al tlatoani, para mostrarle con gusto que uno de los Tlacuaches estaba sano y salvo, Opo escuchó una conversación entre el señor y una anciana.

La anciana decía ser Amankaya, la Dama de Blanco, y explicó que le había salvado la vida a uno de los suyos, por lo que esperaba que su excelencia fuera benévolo y le permitiera negociar, en lugar de recurrir a las armas. El tlatoani se enteró de esta forma de que Atzin no le había dicho la verdad y se enfureció al grado de exigir que le llevaran su cabeza, además de que, aunque accedió a las súplicas de la halach y aceptó levantar el estado de guerra a cambio de tributos, la tomó como prisionera junto con una joven que la acompañaba. Opo se escabulló de inmediato para emprender el largo viaje a Tenochtitlán y evitar la muerte de Atzin, con los ejecutores de la voluntad del gobernante pisándole los talones.

Atzin consideró que su vida estaba acabada de cualquier manera. Tendría que olvidarse de su exitosa carrera, su casa, sus viejas costumbres, e incluso su ciudad. Decidió no llevarse nada de ropa. Sólo atesoró junto a su corazón el broche de Meztli, como hasta entonces, y planeó partir con Opo lejos de allí.

Pero le preocupaba algo, mucho más que salvar esa existencia ya rota. Quería liberar antes a la halach de su cautiverio, incluso si implicaba canjear su propia vida por ello, y lo haría con o sin ayuda de Opo, que se mostró renuente, temeroso con fundamento, pues sería obvio para todos que él advirtió a Atzin, lo cual representaba un desacato que le costaría el pellejo. Le parecía estúpido que después de tanto que luchó para ayudarlo a huir, terminaran lanzándose en brazos de la muerte. Pero Atzin ya lo había decidido, y Opo sintió, junto con mucho enojo, que debía auxiliarlo en su empresa temeraria, porque además tenía varias deudas de honor con él. Prepararon un paquete clásico de viaje a la mayor velocidad posible, sin dejar de vigilar que no se aproximaran los militares. Apenas se habían cargado la misma cantidad de comida e instrumentos de supervivencia que usaban para los viajes de trabajo en busca de quetzales, cuando escucharon a lo lejos los pasos amenazadores de los Caballeros Águila. Atzin y Opo corrieron hasta la orilla del lago y, cubriendo sus rostros con sus mantos, navegaron en una vieja canoa hasta la zona aledaña al palacio del tlatoani.

Atzin le pidió a Opo que esperara en la canoa mientras él iba por Amankaya, y luego le hizo jurar que si para el atardecer no regresaba, se iría sin dudarlo. Se dieron un fuerte abrazo, que muy posiblemente sería el último, y Atzin siguió adelante con valentía.

Atzin conocía bien el palacio, porque lo invitaban a todas las fiestas, e incluso había dormido allí. En alguna ocasión, en un afán por presumir la magnificencia de su morada, el tlatoani le mostró todo el edificio. La memoria eidética de Atzin guardaba los vericuetos que llevaban a los calabozos casi como un mapa, y logró recordar que le pareció una grave falla que en una esquina hubiera una ventana por donde, pensaba, cualquier prisionero podía salirse. El problema era que, de usar esta salida, tendría que ser muy rápido porque estaba lleno de guardias… Hacía cálculos sobre como entrar y salir de allí, cuando un grupo de soldados furiosos corrió hacia él blandiendo sus macanas de obsidiana, arcos y lanza dardos. Atzin cerró los ojos, seguro de que eran sus últimos momentos, pero los guerreros lo pasaron de largo. A continuación, escuchó gritos y un gran estruendo. Vio flechas volar por los aires, y comprendió que se fraguaba una lucha.  Una vez que se acercó lo suficiente, agazapado junto a una escalinata, reconoció que el ejército enemigo eran los mayas. Seguro venían reclamando a Amankaya.

Yareth, un Caballero Jaguar y excompañero del Telpochcalli, en medio de aquel caos, cayó al piso cerca de la escalinata y reconoció a Atzin. No tenía intención de delatarlo, por el contrario, le recomendó que aprovechara la situación para desaparecerse. En lugar de eso, Atzin le pidió que lo ayudara a colarse al palacio.

Mientras tanto, Opo veía con sorpresa como varias personas se subían desesperadas a las canoas. Una familia se encaramó en la de él y el padre comenzó a remar. Cuando Opo intentó impedírselo, el hombre, alterado, le dio un codazo en la cara y lo tiró al lago. Opo apenas alcanzó a sacar los bultos que habían empacado con Atzin. Los escondió detrás de un altar en una cueva y preguntó qué pasaba a una señora que se apresuraba a cruzar el puente. Al saberlo, se decidió a ir al encuentro de su amigo armado con el lanza-dardos.

Yareth cubrió a Atzin para que se confundiera entre los combatientes y lo abandonó en cuanto éste se encontró cerca de una entrada. Atzin se escabulló en el jardín más frondoso del palacio, donde reinaba una inquietante calma. Resultó que tuvo que descartar su sofisticado plan de los calabozos, porque Amankaya y la joven Chacnicte estaban cómodamente alojadas en un aposento. Apenas deliberaba el consejo sobre qué iban a hacer con su ilustre prisionera, cuando los mayas atacaron por sorpresa, así que la buena noticia era que no alcanzaron a ocultarlas, ni había la vigilancia de siempre.

Atzin se reunió con Amankaya, que estaba triste, pero inesperadamente lúcida. La familia de Chacnicte por fin había avisado a los bataob a cambio de una recompensa. Atzin pensó que tal vez la Dama de Blanco querría regresar con su familia, pero ésta, por el contrario, no deseaba volver a su tierra por ningún motivo y accedió a escapar con él. Tomaron telas de otra habitación para camuflarse, se pertrecharon con escudos y macanas, y luego encontraron un acceso lateral, por donde salieron como si nada. En realidad, el palacio estaba desierto. El problema era atravesarse en medio de la sangrienta refriega, llevando consigo al personaje de la discordia, que además ya no podía ni bajar un escalón sin apoyarse en alguien. Chacnicte discurrió que ella y Atzin podían cargar a Amankaya de tal forma que pareciera que llevaban un objeto envuelto, y así lo ejecutó, ordenándole a Atzin con señas lo que debía hacer. Atzin comprendió al vuelo y también expresó con un gesto que debían correr muy rápido. Le colgó a Chacnicte dos escudos como una armadura, y blandió una macana. Sujetaron con fuerza a la halach, que pesaba horrores, y corrieron esquivando los golpes y las flechas, sin poder  evitar rozones y algunas heridas más fuertes. En el camino los interceptó Opo, lo cual fue de gran ayuda porque les ayudó con su carga. De repente, una flecha atravesó la pierna de Atzin, y lo derribó. Ésta iba dirigida a él especialmente. Era del propio tlatoani, que entendía muy bien lo que estaba pasando, y dejó de tocar su tambor de oro para atajar a Atzin.

—¡Confiaba en ti, traidor!—gritó, aproximándose dispuesto a matarlo.

De repente, un dardo se alojó en la garganta del tlatoani. Los combatientes alrededor de la escena no se dieron cuenta, mientras Opo, estremecido, tiró al piso el arma con que había asesinado a su señor. Pero el tlatoani aún tenía un último impulso, y con éste flechó a Opo en un hombro. Amankaya tuvo que caminar el último trayecto hasta que todos se  pusieron a salvo en la cueva donde estaban los pertrechos, mientras Atzin arrastró como pudo a Opo. 

Atzin y Chacnicte consiguieron una tabla grande, pues ya no había canoas, y allí montaron a Amankaya y Opo, mientras ellos empujaban a nado la embarcación improvisada. Tras de ellos dejaban la estela roja de su sangre.  

Una vez en tierra, decidieron ir hacia el norte. Con trabajos, recorrieron un buen tramo, pero Opo estaba cada vez peor. Se detuvieron e hicieron un fuego. Allí, los tres intentaron curarle su herida infecta. Con la frente perlada, Opo comenzó a delirar.

—¡Puedo ver tu espejo humeante!

Extendió el brazo con una sonrisa aterradora, y expiró.

Atzin, Amankaya y Chacnicte siguieron su dificultoso camino, hasta que se toparon con una pequeña aldea. Allí un chamán atendió a Amankaya, que se encontraba débil.  

Ya con sus heridas menos punzantes y un buen atole en la mano, la esperanza parecía resurgir de las tinieblas.

Dejaron esa aldea, que estaba todavía peligrosamente cerca de Tenochtitlán y siguieron su camino durante largos días, hasta que encontraron otra población pequeña y pacífica en la playa, cerca de Xametla. Allí los recibieron con una indiferencia que les permitió asentarse en una choza humilde que construyeron con sus propias manos, sin que los cuestionaran. La salud de Amankaya seguía menguando, pero Atzin y Chacnicte la cuidaban como a una madre.

Los tres se dedicaron a solucionar el problema del idioma, y estudiaron con ahínco la lengua local, así como el maya y el náhuatl. En pocos meses, ya llevaban una vida sencilla, pero feliz, como una verdadera familia.

Una noche, Amankaya les relató con dolor que sus propios hijos la habían traicionado y por eso se evadió en la locura y se internó por su propia voluntad en la selva, y también era el motivo por el que había preferido no volver a donde lo único que amaban era el poder, y no a su anciana matriarca. Chacnicte, por su lado, se lamentó porque estaba a punto de casarse y de repente todo se le derrumbó y ya no iba a volver a ver a sus hermanas y a su prometido. En vista de que era la hora de las confesiones, Atzin reconoció que lo que le impedía superar la muerte de su esposa era la culpa por no haber podido llorarle, como tampoco derramó una sola lágrima por sus demás seres amados. La última vez que había chillado, en su tierna infancia, su madre lo abofeteó y le pinchó las manos con una penca de maguey, mientras le repetía que tenía que ser el más fuerte, para suplir la debilidad de su padre, y que les dejara los gemidos a las plañideras. Después de eso, sus ojos quedaron tan secos como una roca en el desierto.

Pero, con el tiempo, Atzin y Chacnicte se curaron las heridas del alma mutuamente, y más aclimatados a su nueva sociedad, resolvieron casarse, con la alegre bendición de Amankaya. En vísperas de la boda, la pareja se dedicó a preparar la ceremonia y las viandas que ofrecerían para celebrar su unión.

Esa misma tarde, Atzin llevó de la mano a Chacnicte hasta la orilla del mar, y allí lanzó el broche de Meztli a las olas, como símbolo de que ahora viviría sólo para su nueva esposa, sin mirar atrás. Cuando regresaron a casa, Amankaya estaba sentada en su petate, recargada en la pared, con los ojos cerrados y una expresión plácida. Como solía entregarse a la meditación a menudo, y, sin abandonar su carácter de monarca, se molestaba si la interrumpían, procuraron no hacer ruido. Sin embargo, tardaba demasiado en despertar y estaba cada vez más pálida. Chacnicte se le acercó y la llamó suavemente. Supo de inmediato que la Dama de Blanco ya no iba a abrir los ojos nunca. Volteó compungida a ver a Atzin, y se asombró al ver el rostro de su amor empapado en un incontenible llanto.

miércoles, 22 de mayo de 2013

EL HOMBRE SIN LÁGRIMAS, parte 4

En vísperas de la guerra. 


La luz que nacía de la entrada se apagó con la sombra de la comitiva. Era el fin de la espera, y todos los nervios de Atzin se apelotonaron en su garganta.

—Me gustaría recibir una explicación para semejante demora— reclamó el tlatoani secamente.

—Sí, mi señor— respondió Atzin bajando ligeramente la cabeza— Nos interceptaron en la selva y han matado a todos mis hombres. Por buena voluntad de los dioses yo pude huir, y aunque me despeñé y quedé herido, me ayudó una…

Atzin se detuvo un momento. Lo siguiente que iba a decir, verdad o mentira, representaba una traición.

—¿Quién?— preguntó el tlatoani, cruzando los brazos con su impaciencia característica.

—Una vieja aldeana que no hablaba nuestro idioma, pero que me curó y alimentó durante todo este tiempo. Por los problemas de comunicación que había entre nosotros, tardé en regresar, pero ya estoy aquí, a sus órdenes como siempre.  

Tras dar sus condolencias por el triste destino de los Tlacuaches, el tlatoani le prestó a su amigo Atzin su palacio de descanso para que se recuperara, y pudiera reanudar su trabajo con más empeño.

Entretanto, el gobernante tomó las muertes de los Tlacuaches, que él declaró prisioneros de guerra abatidos, como pretexto para alistar a su ejército y hacer un nuevo intento de conquistar a los mayas.

Mientras los Caballeros Águila y Jaguar, y el propio rey ya se abrían paso entre las matas selváticas, Atzin no se enteraba de nada, tan bien atendido como estaba por las concubinas del tlatoani. Pero, a pesar de los muchos placeres que le aguardaban en sus vacaciones, dignas de la nobleza a la que siempre quiso pertenecer, no se la pasaba nada bien. Al mismo tiempo que lo ungían bellas mujeres, sumergido en aguas termales, Atzin no se imaginaba otra cosa más que a la Dama de Blanco, su salvadora, que en ese instante debía estar sola, perdida en su distorsión del tiempo y el espacio, en la estancia enmohecida de un templo abandonado. Se sentía culpable de haberla engañado al seguirle el juego de que él era Bej, para que lo condujera a la población más cercana, y escapársele luego, y también de estar gozando el favor del tlatoani, cuando había faltado a sus deberes con él. Lo bueno era que no había forma de que el señor se enterara de que la mujer que le refirió en su narración de los hechos era la legendaria gobernadora a la que el mismísimo Pakal le mandó escribir loas, y no una simple aldeana. Pero Atzin estaba muy equivocado en sus suposiciones, pues ni Amankaya seguía en su exilio, ni estaba tan a salvo su pequeño secreto… 

Chacnicte era la joven hija de un muralista que se dedicaba a hacer frescos en los templos recién construidos, y, muchos años atrás, se encargó de hacer varios retratos de Amankaya. Después de la muerte del artista, sus hijas atesoraban los bocetos, junto con los de las figuras de otros gobernantes y sacerdotes, así como los dibujos que él hacía por cuenta propia. Entre ellos estaba un viejo trozo de papel donde aparecía otra vez Amankaya, sin ornamentos de ningún tipo, el cabello suelto, joven y con un gesto relajado, poco común en los de su estirpe. Gracias a estas imágenes, a pesar del pelo esponjado y sucio, su vejez y la confusión mental que la aquejaba, Chacnicte reconoció a Amanakaya, que daba vueltas sobre su propio eje buscando a Atzin en mitad de la calle. 

Antes de que otra cosa sucediera, Chacnicte y sus hermanas la condujeron a su casa, donde le dieron de comer adecuadamente y la lavaron, todo lo cual ella permitió con docilidad. Después de peinarle los cabellos y ponerle un huipil en buenas condiciones, Chacnicte le mostró los dibujos a Amankaya, en espera de que recobrara la cordura al recordar su pasado. Ella sabía muy bien quién era, pero no estaba consciente de su situación o su edad, e incluso a veces creía que era un simio y se comportaba como tal. Iba a ser un trabajo largo regresarla al mundo real, pero Chacnicte se propuso lograrlo. Las hermanas, por su parte, planeaban pedir alguna recompensa o distinción por haber encontrado a la Halach, pero no lograban ponerse de acuerdo en cómo iban a proceder.  

Meses después, cuando los mexicas estaban dispuestos a atacar, y los guerreros mayas los esperaban con toda su hostilidad, a la familia de Chacnicte ya no le preocupaba el asunto de la gobernadora, pues se enfocaban en resguardarse de la guerra inminente. Chacnicte también estaba distraída porque el casamentero ya había venido a ultimar los detalles de su boda. Amanakaya, mientras tanto, hacía tareas hogareñas en la medida de sus fuerzas, con gratitud y esmero, y lentamente, pero a paso seguro, volvía a ser ella misma. Una noche, mientras conversaba con su ya querida amiga Chacnicte, comprendió de golpe, como si hubiese despertado de un sueño, que Atzin era un comerciante azteca, pues recordó que lo había visto llevado en andas con su abanico y bastón, antes de pelearse con sus rivales y perseguir al mico, y pensó que algo tendría que ver su presencia con el envío de las tropas. Casi recuperada por completo, y segura de que su locura y sus largos años en la jungla no fueron un accidente, Amankaya se decidió a hablar con el tlatoani. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera preciso, incluso sacrificarse, para evitar que lastimaran a su gente. Le pidió a Chacnicte que le ayudara a lograr la entrevista.   


miércoles, 15 de mayo de 2013

EL HOMBRE SIN LÁGRIMAS, parte 3.

 La Dama de Blanco


En la jurisdicción de Ekab heredó el gobierno alguna vez la mujer más brava, soberbia e insoportable de toda la región. Cuando su padre murió y tuvo que convertirse en la Halach Uinik, Amankaya era impulsiva, en ocasiones violenta, parlanchina hasta reventar y siempre esperaba que las cosas se hicieran a su manera, o más bien a su capricho. Tenía una enorme fascinación por la caza y las joyas, y un secreto desprecio por sus súbditos, que la convertían en una persona frívola, grosera y perezosa. Pero no todos le iban a tener la paciencia infinita que le profesaban sus padres, y, hartos de los golpes en la cabeza que les propinaba su señora con su cetro de maniquí cuando algo no le parecía, sus acompañantes en una tarde de caza la abandonaron a propósito en mitad de la selva, a sabiendas de que no le pasaría nada, e iba a regresar. Una vez que estuvieron en el templo ceremonial fingieron que Amankaya se había alejado del grupo y que estaban preocupadísimos por no haberla encontrado.

Entretanto, Amankaya sabía en efecto cómo regresar a casa y no tenía miedo, de lo cual fanfarroneó a pesar de que no tenía más interlocutores que un par de iguanas. Pero, de pronto, mientras cazaba un venado, percibió entre la espesura de las plantas perennes lo que parecía un mono araña que emitía ligeros chillidos. Pensó que tal vez podría añadirlo a su colección de mascotas, pero al acercarse descubrió que no era un mono, sino un niño de aproximadamente tres años. Era pequeño y delgado, y estaba aterido de terror. Amankaya se sintió conmovida al ver a la pobre criatura perdida, y le preguntó qué estaba haciendo allí. El niño, con su lenguaje deficiente, le explico a Amankaya que se llamaba Bej, y que estaba jugando con sus hermanos, pero se alejó de más y terminó extraviado. Amankaya entendió también que vivía en la costa, y pensó que para ella no sería nada difícil regresarlo con su madre. Lo tomó de la mano, y lo condujo sin problema a la orilla del mar, donde el niño sonrió de oreja a oreja al reconocer su aldea. Al mirar abajo y ver la carita sonriente que Bej le regalaba, sin un ápice de malicia y sin necesidad de un motivo mayor que la perspectiva de volver a su hogar, nació un calor en el centro del corazón de Amankaya que nunca había experimentado. El pequeño le señaló una choza, rota por todos lados y manchada de lodo, y corrió hacia ella. La madre escuchó a su hijito y salió a recibirlo, y para agradecerle a la amable muchacha que se lo había regresado, le ofreció una bebida sencilla. En el interior de la choza, Amankaya descubrió un grupo de niños de diferentes edades, igual de famélicos que Bej, y se sintió sobrecogida una vez más, en especial al ver cómo se alegraban de tomar las simples viandas que su madre les extendía. En lugar de compadecer su pobreza, ella fue la que se sintió miserable. Tuvo una especie de epifanía, en la que pudo verse a sí misma desde la distancia, exactamente como era. Comprendió que a pesar de su situación privilegiada, el amor de su familia, la educación exquisita y las riquezas que ostentaba, nunca se le daba gusto con nada, ni le había encontrado la verdadera utilidad a su alto rango. 

Pasó toda la noche caminando y reflexionado en la arena blanca, sobre las muchas bendiciones que le habían otorgado los dioses y las verdaderas responsabilidades que pesaban sobre sus hombros. Cuando volvió al día siguiente, sus hermanos, los bataob, reunidos para una junta de consejo importante, ya estaban a punto del colapso nervioso. Ella no sólo los tranquilizó, sino que se disculpó por haber tardado, ante lo cual ellos se quedaron de una pieza. Era sólo el principio de una profunda transformación.

Amankaya siguió siendo extravagante, iracunda e insufrible, pero trabajó como nunca en un programa a favor de los desvalidos, accedió a casarse con el jefe Ikal, acto que consolidaría importantes lazos comerciales y diplomáticos en el Imperio y se decidió a pasar más tiempo con sus hermanos y su madre, para los que organizaba espectaculares fiestas a menudo. También visitaba a su amiguito Bej y su familia, aunque durante muchos meses tuvo tanto trabajo que no pudo ir a la playa a pasar un buen rato con ellos. Cuando al fin pudo volver, no encontró la choza de Bej. Le preguntó a una anciana que descansaba sobre una roca si sabía lo qué había pasado, y ésta le explicó que todos habían muerto. La madre falleció durante un ataque de un grupo enemigo, y sus niños, que quedaron a cargo de una tía, se fueron consumiendo uno a uno por el hambre y la tristeza. Bej había muerto al último, apenas unos días antes de que Amankaya volviera. 

Después de eso, Amankaya abandonó la suntuosidad de sus vestidos y sus costumbres, y decidió ir siempre de blanco y sin adornos. Se volvió prudente, pacífica, amable y, al paso de los años, sabia. Ayunaba con frecuencia, ya no tenía excesos de ningún tipo, y había filas enormes afuera de su palacio, porque la gente quería su consejo antes de tomar decisiones. En lo que más destacó Amankaya fue en su labor humanitaria, que efectuaba la mayoría de las veces en persona. Fue muy célebre en todas las jurisdicciones, conocida con el sobrenombre de la Dama de Blanco.

Su fama había llegado mucho más allá de las fronteras, y Atzin escuchó desde niño las leyendas de la bondadosa y fuerte halach, incluida su misteriosa desaparición, que ocurrió más o menos cuando él iba al Calmecac, y que tenía vueltos de cabeza a los mayas, quienes excedían esfuerzos tratando de encontrarla. Siempre oyó que la describían como una mujer atlética e inteligente, con la determinación de un guerrero y el corazón de una madre, elegante, aunque sobria, e imponente incluso ante sus enemigos. Cuándo demonios se iba a imaginar Atzin que la anciana sucia que tarareaba frente a él, despatarrada en el piso, con la cara llena de pulpa de mango y que se espulgaba los piojos, era la mismísima reina Amankaya.  

Tras recuperarse del aturdimiento y el dolor de cabeza, Atzin trató de comunicarse con ella, pero no se entendían… en muchos niveles. Después de varios intentos fallidos con señas y ruiditos, Atzin decidió dibujar algo, que indicara que él venía en paz de la lejana Tenochtitlán y lo único que quería era volver a casa. La mente de Amankaya estaba muy confundida, y, también por medio de dibujos, muy bellos por cierto, lo cual delató su nivel educativo, expresó lo que ella firmemente creía: que Atzin era el pequeño Bej perdido en la selva, y que con mucho gusto y amor lo llevaría a su choza en la playa. 

Atzin comprendió, porque conocía la historia de Bej, que se trataba de la gran jefa perdida, y un conflicto ético se apoderó de él: ¿debía regresar a la buena mujer que le salvó la vida con sus angustiados hijos, esposo, hermanos y súbditos, como él hubiese soñado que le regresaran a Meztli y al hijo que iban a tener, o informarle al tlatoani, como era su deber profesional, que tenía a su merced a un personaje amado por el pueblo rival, con lo que podría manipularlos? Su conciencia no podría soportar ver a la admirable Dama de Blanco convertida en pozole para rey, o en un objeto de chantaje político, pero ocultarle un dato tan valioso al tlatoani podía costarle muy caro…


miércoles, 8 de mayo de 2013

EL HOMBRE SIN LÁGRIMAS, parte 2


Memorias.


A Atzin no podían importarle menos los pescados y las chinampas. No obstante, por el profundo respeto y reverencia que debía a sus padres, y a todos los sabios pescadores del calpulli al que pertenecía su casa, aprendió el oficio con esmero y disciplina.

Entretanto, se derramaban sobre su petate otra clase de sueños, o, mejor dicho, reflexiones nocturnas, cuyo contenido apenas alcanzaba a asir, y luego se le escapaban en la mañana.

Cuando empezó a acudir al Telpochcalli, una vez más se empeñó con obediencia en las obras públicas y el entrenamiento militar, aunque lo único que realmente disfrutaba en la escuela eran las matemáticas, los astros y los sistemas de pensamiento, que apenas les enseñaban por tratarse de un colegio de plebeyos. Continuó con sus cavilaciones, que cada vez tenían mayor claridad en su entendimiento, y comenzó a registrarlas por escrito, pero cesó en el empeño cuando descubrió que al lograr méritos en el campo de batalla era posible ascender socialmente, y si las pretensiones intelectuales de Atzin eran notables, parecían nada junto a su delirio de pertenecer a los altos círculos.

La única que alguna vez abrigó el certero temor de que su hijo menor abandonaría el oficio dictado por sus ancestros, fue la madre de Atzin, Yaretzy. Jamás le inquirió nada, ni lo amonestó, afecta como era al silencio. En lugar de regaños, optó por cargar de trabajo al niño. No sólo le pedía traer enormes cantidades de leña para el comal y llevar siempre el arpón, las redes y los anzuelos de su padre, a quien además tenía que cuidar, para evitar que cometiera alguno de sus desfiguros acostumbrados, sino que lo mandó, sin saber que con esto aceleraba lo que más quería evitar, a trabajar con el viejo y extravagante pochteca Yuma como cargador de mercaderías. Entre su madre queriéndole forjar el espíritu y el abusivo de Yuma, a los catorce años Atzin ya tenía el cuerpo musculoso de un hombre mucho mayor, y sus ojos habían visto más cosas que cualquiera de los chicos de por el rumbo.

A pesar de que en ciertas cosas no se ponían de acuerdo, Atzin tenía el carácter de su madre: le gustaban la prudencia y el rigor, y secretamente, aunque jamás lo expresaría en voz alta, nunca se sintió identificado con su padre. Por el contrario, le guardaba cierto rencor. Camaxtli era un alegre y locuaz borrachín, capaz de vaciar de pulque todo el vecindario, bastante negligente en cuanto a pescar las cantidades que debía, o incluso para recordar correctamente los nombres de sus hijos. Las costumbres del patriarca eran un deshonor para la familia, y eso le atrajo a Atzin mucha dificultad para hacer amigos en el Telpochcalli, además de que los veteranos de guerra e instructores lo vigilaban muy de cerca, fiscalizando si él también gustaba de embriagarse, falta que se penaba con la muerte durante la formación de los jóvenes.

Él mantuvo un comportamiento impecable, pero su padre continuó por el mismo rumbo autodestructivo, y, tal como lo había vaticinado el tío Huehue en broma, Camaxtli murió ahogado al caerse de la canoa en un estado más que inconveniente. Cuando Atzin se acercó a consolar a su madre en los funerales, tanto de la pérdida como de la vergüenza, se sintió un poco mejor de que al menos tenía una buena noticia que darle junto con un abrazo…

Una gran idea para confundir al enemigo en el campo de batalla, durante el servicio, le había granjeado que le permitieran terminar sus estudios en el Calmecac, dedicándose al templo como sacerdote durante un año. También se ganó ciertos privilegios, como tener varias concubinas. Pero, contrario a lo que Atzin había soñado, Yaretzy no recibió el logro con gusto, y tanto ella como sus hermanos y abuelos consideraron una afrenta al dios patrono y a ellos mismos que Atzin quisiera encajar en otro lado. Yaretzy, en el fondo, más que preocuparse por eso, leía un exceso de ambición en los ojos de Atzin, algo que no concordaba con la mesura y humildad que para ella debía tener un verdadero hombre.

Con dolor, Atzin siguió adelante con sus planes de vida, y acudió al Calmecac. Pensó que, por ser hijos de nobles, los muchachos de allí lo rechazarían, pero, por el contrario, vivió sus mejores años, lleno de amistades, fiestas, y los conocimientos que anhelaba adquirir. Fue por ese tiempo que lo admitieron en el equipo de los Tlacuaches, y conoció a Meztli, después de asomarse por la barda de la escuela femenil , ocurrencia de Opo el gordo, que siempre provocaba que les pusieran castigos severos. Pero esa vez valió la pena…

En el rostro moreno de su amada estaba pensando, con esa sonrisa que le hizo renunciar a todos los placeres que tenía garantizados, y en Opo el gordo pataleando con el taparrabos atascado en los relieves del muro, como si estuvieran junto a él, cuando Atzin regresó de pronto a la realidad, y recordó que todas esas personas amadas con las que compartió risas y dificultades, estaban muertas. Pero le confortó saber que pronto se reuniría con ellos, en cuanto el personaje escalofriante que acechaba en aquella habitación húmeda de una tierra lejana se decidiera a desprenderse de la oscuridad y atravesarlo de barbilla a estómago con el cuchillo que blandía. Cuál sería su sorpresa cuando sus ojos se adaptaron a la luz precaria, y pudo distinguir a una anciana minúscula, con el cabello esponjado casi hasta el techo, y una sonrisa ridícula de par en par, cuya única pretensión era ofrecerle un rico mango que ella ya había mordido. Necesitaba respuestas para comprender esta situación, pero comunicarse con ella no sería tan fácil, no sólo por el idioma, sino porque la dama no las tenía todas consigo…



miércoles, 1 de mayo de 2013

EL HOMBRE SIN LÁGRIMAS


Atzin, el espía buscador de quetzales. 



El tlatoani se movía impaciente sobre su silla de tule, mientras que su criado hundía las uñas en la pared, en una lucha para que el señor no notara el disgusto que sus nerviosos vaivenes le causaban. 

Era una mañana soporífera, y, para colmo, el pochteca Atzin no llegaba de su misión, cuando había prometido que lo haría desde hacía tres días. 

—No me gusta este día— chillaba el tlatoani —los dioses están de mal humor, y yo también.

Dicho esto, se quitaba alguna joya, o tomaba una de las muchas viandas que le tenían dispuestas y las tiraba al piso. El criado, que prefería ser el próximo sacrificado para contentar a los dioses, que recoger otra de las mugres cuentitas de jade embarradas de chocolate que se desparramaban por toda la estancia una y otra vez, le propuso a su alteza que le permitiera salir a la ciudad a preguntar si alguien había visto a Atzin, tal vez impresionando a las muchachas en el mercado, como le gustaba hacer. 

El tlatoani aceptó, en espera de buenas noticias, pero éstas nunca llegaron, porque Atzin aún estaba muy lejos de la ciudad de México-Tenochtitlán.

Atzin  tenía una inteligencia práctica extraordinaria, y por eso el viejo comerciante con el que trabajaba, que no tenía hijos, le había heredado su puesto. De esta forma, ascendió de ser un pobre cargador de mercaderías en su infancia y adolescencia, a ser el comerciante en jefe de su equipo y el más respetado y exitoso planificador de expediciones. El talento que le había dado la gloria era su forma tan eficiente de buscar y atrapar quetzales: los atraía con un suave canto que él se había inventado, y conducía a las aves, como en un trance, hasta la jaula, o les desplumaba el trasero sin que éstas se dieran por enteradas. El tlatoani, que era fanático de los penachos y los bordados de pluma de quetzal, quedó encantado con los obsequios de  Atzin, pero comenzó a considerarlo como su favorito, e incluso como su amigo personal, porque sabía relatar muy bien todo lo que veía en sus viajes, mejor que ningún otro de los espías-comerciantes del Imperio. Tenía una memoria prodigiosa, y sabía transformar tan bellamente sus recuerdos en palabras, que el tlatoani había mandado llamar a un pintor-escribano para que registrara sus relatos en códices, y así revivir las fabulosas aventuras de Atzin una y otra vez. 

Atzin  tenía sus itinerarios, personales y profesionales, fríamente calculados. Su obsesión con controlar cada detalle empezó a ser excesiva a raíz de la muerte de su amada esposa, Meztli. Por eso, sabía dónde había más y mejores ejemplares de quetzal, cuánto tiempo se tardaría en recorrer cada distancia, cómo mantener a los animales en perfectas condiciones, la cantidad exacta de alimentos y atole instantáneo que debía llevar la comitiva, y pasaba las horas, a veces sin dormir, pensando en técnicas para superar los percances propios del camino. 

En sus inacabables pesquisas, había descubierto que las aves más hermosas y coloridas se encontraban más al este de su acostumbrada zona de trabajo, y les comunicó a sus colaboradores -que se hacían llamar Los Tlacuaches, en honor al nombre del equipo que conformaban en el juego de pelota- que proyectaba aventurarse más allá de los límites conocidos. Estaba seguro de que regresarían el día ocho conejo, y así se lo dijo al tlatoani. Éste lo esperó con ansia, porque necesitaba urgentemente conocer más del poderoso y sabio pueblo del sur, con quien mantenían una fuerte competencia, para saber si debía atacarlos o abstenerse. 

Por eso mismo, las cosas no resultaron como Atzin imaginó, y se encontró en serios aprietos. Para empezar, él y los Tlacuaches tuvieron que adentrarse en una espesa jungla repleta de animales carnívoros y ponzoñosos. Ese no fue tanto problema, porque ya estaban acostumbrados a abatir toda clase de bichos agresivos, pero las cosas se pusieron realmente feas cuando hizo su aparición un conjunto de comerciantes lujosamente ataviados, de por aquellos rumbos, que los superaba en número. Eran unos tipos de lo más raros, con la cabeza alargada en forma de vaina de cacao, y ni ellos, ni sus mascotas, unos micos con los dientillos afilados, tenían cara de ser amigables con los merodeadores. En un principio, como era su costumbre, Atzin intentó negociar con los líderes, ofreciéndoles joyas y telas, a cambio de que les dejaran llevarse unos diez quetzales. Pero estos individuos no sólo no estaban dispuestos a ceder ni un solo pájaro de los que habitaban en sus dominios, sino que pretendían tomar a Atzin y sus hombres en calidad de prisioneros. La pelea sin tregua no se hizo esperar, y, evidentemente, los Tlacuaches llevaban las de perder.

Al igual que el resto de sus amigos, la suerte de Atzin  habría sido funesta, si no fuera porque uno de los micos se robó el broche de oro y turquesa que Meztli llevaba siempre en su cabello, lo único que le quedaba de su amada. Atzin persiguió al primate por una gran extensión de la selva. Cuando por fin derribó al chango, que se defendió rasguñándolo como orate, y le quitó el preciado broche, un mal paso hizo que Atzin cayera por una pendiente. Perdió el sentido y, cuando despertó, ya no estaba en lo agreste, sino en una oscura habitación, recostado en el suelo, y alguien lo observaba desde la penumbra…