miércoles, 5 de septiembre de 2012

EL EFECTISTA, parte 4.

Entre penumbras.

Jorge Luis Antúnez era un joven apuesto y brillante en 1985. Se había titulado como Filósofo y Dramaturgo, y estaba ansioso por hacer grandes cosas que cambiarían al país y al mundo, mediante el arte, la lucha por la justicia social, el análisis metafísico de las motivaciones conductuales, y todas esas cosas espléndidas que se posaban en su apolínea cabeza. Pero su golpe contra la realidad fue brutal, y en pocos meses se encontró con que su trabajo no le satisfacía, sus compañeros no se mostraban tan entusiastas al plantearles sus ideas, su padre había muerto, y su madre no lo quería ni ver porque no se había convertido en médico como su hermano. Duró diez años así, con un matrimonio fallido en el transcurso, hasta que lo despidieron y terminó inhalando cocaína en un sórdido departamento infestado de cucarachas. Al deber varios meses de renta, lo echaron de ese sitio, y se vio obligado a vagabundear por la ciudad, hasta que recordó que su abuelo tenía una choza inmersa en lo agreste, a las afueras de un pequeño pueblo, y se la pidió prestada. Al poco tiempo el abuelo murió y se la heredó.

Allí tenía viviendo como un ermitaño alrededor de quince años, rumiando su odio por el género humano y esmerándose en no ser notado por nadie. De cualquier forma –pensaba él- todos esos cretinos eran tan indolentes que no repararían en él, al igual que no se enteraban ni de lo que tenían sobre sus narices. En un principio, Jorge Luis salía a comprar sus víveres en la noche, en el autoservicio de la gasolinera, donde lo atendían cajeros distraídos que apenas lo miraban, y que cambiaban constantemente, pero después compraba y pagaba todo por Internet, medio por el cual también hacía algunos trabajos de redacción y corrección de estilo para un amigo del pasado. El pago se lo depositaba en su cuenta de banco, y de allí se cubrían todos los servicios automáticamente. Lo que le sobraba de tiempo a Jorge, que era mucho, lo empleaba en observar a las personas del pueblo, a quienes tenía perfectamente identificadas. Para que no se notara la luz ni el movimiento del interior, nunca abría los viejos postigos negros, excepto una rendija de vez en cuando para estudiar a aquellas criaturas, que él en su soberbia consideraba connaturalmente inferiores y elementales.

Con los años, llevó ese hobbie mucho más allá: conservaba en su poder un fichero donde registraba detalladamente el perfil de cada uno de los vecinos de la calle Farol, la cual se encontraba después de la carretera y un enorme terreno baldío, y que se alcanzaba a ver perfecto desde su ventana. A las cuatro de la madrugada, en que la mayoría estaban dormidos y algunos en estado inconveniente, sin falta salía a caminar y tomar el fresco llevando de una correa a su adorada bestia espeluznante: Zaratustra. Este pitbull repleto de cicatrices y deformidades era dócil con él porque lo había salvado de un club ilegal de peleas de perros, pero feroz para resguardar su aislada pocilga. Por ello, los del mini-súper, únicos seres humanos que se acercaron a su casa, pero sin ver a Jorge jamás, le tenían que dejar todos los paquetes junto a la cerca o en el buzón, y huir lo más rápido posible del perro enfurecido y musculoso .

Pero semejante estilo de vida aburre a cualquiera, y llegó el día en que Jorge Luis discurrió que con la información en su poder podría divertirse un poco y probar su teoría…

CONTINUARÁ...

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