miércoles, 26 de septiembre de 2012

VIDA DE ARTISTA: LA BAILARINA


Lo sublime es efímero.

Las llagas y ampollas escocían sus pies. Le causaban casi el mismo dolor que una tortura medieval, y, sin embargo, estaba obligada a sonreír. Lo bueno es que era el último ensayo. Al día siguiente, después de los nervios precedentes a que subiera el telón, no podía esperar para salir a escena después de ver los primeros números mientras calentaba entre piernas. Terminó su variación, cayendo sobre la rodilla izquierda con la ingravidez de una pluma. El aplauso, el primero que recibía como solista, fue maravilloso, pero quizá no tanto como la sensación de flotar que da el danzar sobre las puntas. 

Después, en la escuela, quiso compartir con sus compañeros un poco de lo que sintió esos tres minutos del fin de semana, después de meses de tan arduo entrenamiento. Por respuesta -como siempre- unos cuatro chimpancés levantaron los brazos en forma de espárragos cocidos sobre sus cabezas, mientras subían los talones para emprender los movimientos de un ornitorrinco espasmódico. Intentó explicarles una vez más que los hombres no usan tutú, pero tuvo que reprenderse mentalmente por haber recaído en el error de pretender que respetaran la disciplina por la que ella entregaba la vida, y de la cual desconocían tanto. 
Una vez graduada de la secundaria, inició el proceso de selección en la escuela de ballet de tiempo completo, que incluía los estudios de preparatoria. El proceso duró tres semanas y fue brutal. Nunca había tenido que demostrar tanto, pero al final logró un lugar en la escuela, lo cual representó, aún más que antes, renunciar a cualquier tipo de vida familiar y social, y la prohibición tácita de enfermarse o lesionarse. Durante tres años sufrió los reclamos de sus padres, puesto que a veces ya ni siquiera podía contestar el teléfono, y le fue imposible tener un solo novio, porque la mayoría de sus compañeros eran homosexuales, o no la tomaban en serio. 
Después de salir de la escuela, el reto era encontrar un lugar para seguir entrenando. En su casa no había espacio, ni el piso era adecuado, y ni sus padres ni ella tenían dinero para meterla a clases. Investigó una clase barata en una casa de cultura, y se inscribió, aunque el nivel no era el mismo que en sus escuelas anteriores. Luego, comenzó a ir a todos las audiciones que podía, pero durante un par de años no se quedó en nada, lo cual le hizo sentir que su sueño se había hecho pedazos contra el suelo.
Cuando no veía la salida, y su familia se iba a pique, logró una plaza en una compañía de Nueva York que buscaba nuevos talentos. Al poco tiempo, su madre consiguió un nuevo empleo, y para festejar le compraron un auto, por lo que pudo partir  conduciendo a Estados Unidos. Después de un par de meses en el cuerpo de baile de Giselle, un conductor ebrio la embistió cuando se dirigía a comprar comida en Delancey Street. Mientras perdía el último soplo de energía vital entre la apretada espiral de hierro, se sumergió en una deliciosa elevación sobrenatural. Su último pensamiento fue que la intensa aleación de dolor y  éxtasis de la danza se parecían a los de la muerte. 

miércoles, 19 de septiembre de 2012

FLOR EMBOTELLADA


Yo tenía una conocida, que agradezco de alguna manera haber tenido, que siempre se contraponía a mis ideas, y lograba poner a prueba mi paciencia y buen juicio con su sola aparición. En aquel momento de la vida no lo pude entender, pero no fue nadie más, sino ella, la que me hizo reafirmar mis principios, y quien me enseñó, de una manera que cargaré para siempre en mi conciencia, que quedarse callada y no atreverse no es lo mejor, como mi abuelo creía.

      Comenzaré por decir que tenía una voz tan chirriante como un cuchillo rasguñando un vidrio, apenas lo suficientemente menos aguda que el silbido de un murciélago para – por desgracia- alcanzar a ser percibida a la perfección por el oído humano, y potente como un claxon de tráiler, de manera que no escucharla era imposible.

            Que se callara también.

           Así que allá iba llamémosla Flor. Allá iba Flor saltando por doquier con su bocina integrada y su sonrisa rojiblanca de payaso malévolo, profiriendo a menudo esos alaridos escalofriantes que, presumiblemente, eran su risa. Ostentaba a menudo una sinceridad irreflexiva y una premura infinita por vivir intensamente, dentro de su concepción de lo que esto significaba, que al parecer era opinar en los asuntos ajenos sin que se lo pidieran.

 Hay que mencionar que el descaro y la crueldad de Flor, si bien se manifestaban con frecuencia, no eran del todo verdaderos. Sobre su frágil cuerpo hecho sólo de sentimientos como una bola de nervios expuestos, y de una suave ternura que ella creía debilidad, se construyó una armadura infranqueable de autosuficiencia. Cuando recién la conocí, pude entrever a través de sus mejillas rosadas toda la buena voluntad que aún conservaba, admiré su valentía, de la cual por entonces yo carecía seriamente, y del mismo modo ella admiró algo en mí, aunque nunca pudimos ser amigas.

            Era mi compañera en el laboratorio Bergström, el cual, en realidad -aunque los químicos, biólogos y médicos no lo sabíamos en ese momento- era un centro encubierto de experimentación fascista. Su presunción era que un grupo termina obedeciendo las órdenes que sean, no importa lo absurdas y fuera de contexto, si se les dice que será por un bien mayor, parecido a lo que pasa con los soldados cuando se creen que matar a otros llevará honor a su nación. 

           En un lluvioso día de octubre, Mario, el asistente de Jiménez, nuestro jefe, nos convocó a la primera reunión del equipo, que se efectuaría en la bodega. Lo único que había en esta habitación húmeda eran cajas con material de repuesto y unos oscuros anaqueles de metal oxidados y sucios, sobre los cuales reposaban varios matraces tapados con corchos, que contenían una sustancia viscosa de color verde pasto.

  Estoy convencida de que Jiménez moría por diseccionar nuestros cerebros para mirar adentro. Para decepción suya, sólo pudo hacerlo de manera figurada, interrogándonos amigablemente, en busca de nuestras recónditas opiniones y secretos más escabrosos. La mayoría cayó en la trampa. Yo, que vengo de una cepa de recelosos, contesté alguna cosa superficial, pues algo encontré de falso y enviciado en la adorable sonrisita de Jiménez, y el abuelo me dijo alguna vez que desconfiara siempre de una persona con una nariz como la de Mario. En fin, llegó el turno de Flor. Tras exponer su sórdido pasado en Tijuana, advierte ser una persona que siempre dice lo que piensa, y sin querer deja escapar su complejo de inferioridad oculto.

     Lo primero que hicieron en Bergström fue hacerse indispensables. Nos chantajearon con que muchos aplicaban para este laboratorio, que era el mejor de todos, y que nos hacían un enorme favor en permitirnos hacer nuestras investigaciones con su valiosísimo equipo de primera línea, por lo que estaríamos a prueba perennemente. A quien no le gustara se podía ir, y tener una mancha en su currículum. Lo siguiente fue quebrarnos la voluntad, con trabajos excesivos y requerimientos casi irracionales, que si eran incumplidos, obteníamos una sanción en el salario, el despido definitivo o, en el caso de los que confesaron sus secretos en la primera reunión, sesiones de tortura psicológica personalizada en la oficina de Jiménez. Nadie se podía hacer amigo de nadie, porque significaba perder el tiempo, y debíamos vestir de una cierta forma, en especial la camisa verde pistache de la empresa, debajo de la bata, que también debía ser del mismo tono de blanco que la de los demás. En alguna ocasión, una compañera del departamento de microbiología olvidó lavar la camisa y se puso cualquier otra blusa verde que encontró, por lo que fue obligada a trabajar en ropa interior el resto del día, pues si se negaba perdería su paga del mes.

  Al principio aceptamos todo a regañadientes para avanzar en nuestra carrera, y luego hubo unas cuantas quejas de pasillo, pero pronto inició un proceso de homogenización y conformidad, hasta que todos nos convencimos de que debíamos obedecer ciegamente las órdenes de Jiménez, e incluso comenzamos a abrigar un gusto casi masoquista. Llegada esta fase, empezó a utilizarnos como supuestos sujetos de experimentación. Primero nos sacaban pruebas de sangre, o nos hacían biopsias, pero luego comenzaron pruebas más dolorosas, como choques eléctricos, ingesta de químicos agresivos y otros análisis que a algunos nos parecían arbitrarios, pero nos callábamos y soportábamos lo que fuera para no tener problemas.

           Lo siguiente fueron dantescas pruebas con animales, que provocaron más de un desmayo, pero también que emergiera el sadismo en muchos de nuestros compañeros, entre ellos Flor.    

        En vista de su talento, Mario le ordenó a Flor que se quedara con él toda la noche a realizar algunas disecciones de rutina. Al día siguiente, Flor estaba sentada en el corredor con el rostro ausente y desencajado. Cuando la hicimos reaccionar nos lo contó todo: ella y Mario recogieron a un teporocho y Mario la obligó a abrirlo en canal después de dormirlo. Le sacaron todos los órganos, que Mario guardó en frascos con frialdad, y luego sometieron el cadáver a un proceso químico que redujo los restos a menos de un litro de líquido verde, que guardaron en un matraz en la bodega, junto con los otros.  

            Una par de incautos estábamos sobrecogidos con el suceso, pero otros, que ya estaban al tanto, lo tomaron con toda naturalidad, y le explicaron a Flor que era un loable servicio del laboratorio que debía ser guardado en secreto. Consistía en recoger parias de la sociedad y hacerles el favor de concluir su martirio de vida, para donar los órganos a gente sin recursos que los necesitaran. 

             A Flor le pareció bastante razonable, y las cosas continuaron así durante un tiempo, en el que yo comencé con el insomnio, pensando si lo correcto era ser cómplice en ese plan radical de segar una vida para salvar otras, o si debía acudir a la policía en cuanto clareara. Opté por lo primero porque tenía miedo, y porque la mayoría lo juzgaba adecuado.

            Sin embargo, los rumores de que algo extraño estaba pasando en Bergström llegaron a oídos de las autoridades, y un oficial nos interrogó una tarde. Guardamos un duro silencio de encubridores imposible de franquear, excepto Flor, que se autoproclamó líder del grupo en ese momento y tomó la palabra, sin que le preguntaran nada.

          — …tal vez firmamos el papel, pero fue por una buena causa.

    ¿Qué papel, señorita? 

Entretanto, algunos se contuvieron de chocar la mano contra su frente, a la vez que los otros ponían ojos asesinos.

  En el que donábamos nuestros cuerpos a la ciencia, porque así debe ser. Ya no nos pertenecemos a nosotros mismos.

Era cierto. Al ser contratados firmamos un papel que indicaba eso, aunque nos hicieron creer que era para cuando muriéramos por causa natural. La realidad era que podían hacer con nosotros lo mismo que con los vagabundos, cuando lo desearan y con nuestro consentimiento. La policía investigó un poco, pero nunca dieron con el fondo de la verdad. Finalmente, se tomó como un error de especificidad en el contrato y los obligaron a anularlo, y cambiarlo por uno en el que era opcional donar nuestros cuerpos a la ciencia una vez fallecidos.

Hubo otra reunión, en la que se nos informó que quien hablara sería el siguiente en terminar en los estantes de la bodega. A partir de ese día Flor desapareció, y yo renuncié, sin haber firmado ningún consentimiento.

Aunque Flor hoy no es más que una repulsiva masa verduzca en un matraz almacenado en Bergström, no dejo de pensar en que, si no fuera por su tendencia a hablar siempre de más, mi destino hubiera sido el mismo irremediablemente. No obstante, sigo sufriendo de insomnio al pensar que si me hubiera atrevido a denunciar los primeros signos de irregularidad cuando aún no se había lastimado a ningún ser vivo, tampoco mis otros colegas estarían empolvándose en esa bodega, ni aparecerían frente a mis ojos las caras de aquellos perros ulcerados y tristes en la madrugada. 

miércoles, 12 de septiembre de 2012

EL EFECTISTA, parte 5.

Un lagarto cocainómano que se sentía Harold Pinter. 

El cadáver estaba en pésimo estado, ya que, además de la descomposición avanzada, Zaratustra se había comido casi la mitad. Lo encontraron porque el gerente del mini-súper se dio cuenta de que su cliente misterioso no había pedido en varias semanas la despensa que sin falta le entregaban todos los miércoles desde hacía más de diez años. La choza, que por fuera parecía miserable y deshabitada, por dentro estaba impecable y tenía todo lo necesario para vivir más o menos cómodamente. No obstante, al abrir la puerta por vez primera, surgió de adentro el perro furioso, que se abalanzó contra un agente de policía, causándole una severa herida en la oreja. Otro oficial mató de un balazo a Zaratustra antes de que le despedazara la yugular a su compañero, lo cual más tarde trascendería en los periódicos, y daría ocasión a una oleada de protestas en las redes sociales, que incluían conmovedoras imágenes del pobre animalito indefenso abatido por la policía. Cuándo el comandante vio aquella mordida espantosa, reconoció de inmediato a las de tres víctimas que habían fallecido cuatro años atrás, precisamente en la calle que estaba atravesando la carretera, donde ahora había en su lugar una empacadora de granos. Confirmó que habían encarcelado a un hombre inocente, como ya lo sabía en el fondo, al igual que todos.

Adentro de la pequeña casa encontraron los papeles de identidad de un tal Jorge Luis Antúnez Cosío, cuya causa de muerte fue suicidio. Sobre el escritorio, cerca de una computadora obsoleta, estaba la siguiente carta escrita a mano:

Quien quiera que sea:

Estoy seguro de que usted no sabe quien era yo, y probablemente ni siquiera tenía la más mínima noción de mi existencia. No negaré que tampoco me interesó integrarme a su insulsa comunidad en ningún instante de los dieciocho años que llevo viviendo en esta casa, pero también es cierto que nadie repara en nadie mientras no le sirva para algo, y, para muestra, sé que usted llegó aquí hasta que mis proveedores de alimentos prescindieron de mi dinero.

Confieso a través de esta nota suicida haber sido el responsable, en parte, de los sucesos en la calle Farol hace cuatro años, y me da mucha pena no creer en el más allá, porque desde el infierno me estaría riendo ahora mismo de los formidables "investigadores" que procesaron a un beodo enclenque por algo que fue, más que evidentemente, efectuado por un forzudo animal. A continuación, explico lo ocurrido, con la menos sincera expectativa de que mi lenguaje sea entendible en el futuro para los cerebros simiescos del cuerpo policíaco de este pueblo y la parodia de abogado que se consiguió el infortunado borrachín.

Estuve observando a la gente que vivía en esa calle desde hace mucho tiempo, y lo que puedo expresar, además de que era tan fascinante como ver ratones empujando corcholatas en un laberinto, es que entre ellos existía, no sólo la típica indiferencia cordial, sino un profundo desprecio reprimido. Además, casi todos esos personajes tenían su particular versión de una burda puesta en escena de virtud, y se me ocurrió que aquellas escenografías hechas de palillos solo necesitaban un empujoncito para desplomarse. Desde luego, aclaro que mi intención no fue darles una lección reformadora, puesto que yo mismo practiqué la indecencia asidua y gozosamente, sino probar la teoría de que hacen falta pequeños detonadores para sacar los miedos de sus húmedos escondrijos y, sobre todo, para entretenerme a sus costillas

Defino brevemente a algunas de mis víctimas: Gómez habitaba la casa seiscientos, y no era más que un pobre alcohólico que amenazaba a su mujer cada vez que podía, pero que en el fondo le tenía terror y se sentía inferior a ella; la señora, entretanto, parecía encontrar el verdadero placer de sus encuentros con el holgazán del seiscientos siete en hacerle la vida imposible a Gómez, más que en el acto carnal. Los hippies de la quinientos nueve -José y Flora, se llamaban- eran un clásico ejemplo de esos intelectuales autosuficientes que siempre tienen algún irritante consejo práctico para cada ocasión, mientras que su vida es una bomba de mierda que les explotó en la cara, y sólo pueden disipar el olor con el incienso falaz de los narcóticos. Los leí mejor que a ninguno, porque exactamente así era yo en mi juventud. Martina era una beata que vivía en la quinientos ocho, y creo que era la antítesis de José y Flora… o no, más bien se les parecía mucho, sólo que su vicio era la religión, y sus irritantes consejos, en lugar de sapiencia, destilaban moralina. Su casa estaba en medio de las de Tess Conway y Lorna Burgos. Tess se había jubilado y, según ella, vino aquí para descansar y vivir en paz. No obstante, vivía  preocupada por su seguridad a un nivel patológico, y tenía fobia a que invadieran su espacio, lo cual contrastaba con su amabilidad extrema y mofletes rojos de ingenua. Lorna era una mujer peleonera y brusca, que confundía su ramplonería con “ser una guerrera de la vida”; Guillermo, su mocoso, se sabía el consentido, y por ello se esforzaba en parecerse a lo que ella suponía “encantador”, es decir,  rutinas de foca circense y clichés de buena conducta fáciles de fingir y memorizar. Cuando mami le daba la espalda, era tan pendenciero como ella, perezoso y un adicto más, sólo que a los videojuegos. El padre estaba allí, pero bien podría no haber tenido rostro, o derretirse en su sofá, y hubiera dado lo mismo. La única que parecía auténtica y pura era la pequeña Tatiana. No recuerdo la última vez que supe de alguien tan incorrupto, pero apuesto a que ahora que es adolescente se está volviendo tan miserable como lo somos todos.

Lo único que yo hice fue desestabilizarlos y provocar que empezaran a comunicarse un poco más entre sí, utilizando efectos bastante pueriles y sencillos. Una noche calurosa, paseaba con Zaratustra, mi queridísimo perro, quien seguro ya le dio a usted la bienvenida a mi hogar que usted se merece, cuando noté que la ventana de Guillermo estaba abierta de par en par. Cuando me asomé, el chiquillo no estaba en su cama. Luego, observé que dejaba la ventana abierta todas las noches y se levantaba a mear a la misma hora. Adapté dos dispositivos a control remoto que hacían brincar un juguete, y los coloqué atrás de las patas de su cama. Me la pasé la mar de bien esa noche, haciendo rebotar la cabecera. Cuando salió corriendo con su mami, los retiré para que no descubriera el origen de las sacudidas. En otra ocasión, cargué una escultura terriblemente fea y pesada que habían hecho José y Flora en la orilla de la carretera, y sólo tuve que colocarla frente a su puerta y tocar el timbre. El LSD en el organismo de José hizo el resto del truco.

En uno de nuestros paseos nocturnos, Zaratustra se orinó en un dispositivo de seguridad de Conway, y ello produjo una descompostura que hacía que el cachivache soltara sonidos muy desagradables. Me di cuenta de que al pisar un cable, el sonido paraba. Me disponía a ir por el hacha para cortarlo, cuando vi a Conway incorporarse en su cama a través de los barrotes electrificados que la separaban del mundo. Pisé el cable, y volvió a acostarse porque el sonido había cesado. Solté el cable, y se sentó de nuevo. La coreografía se repitió varias veces, y luego dejé caer una piedra pesada sobre la conexión. Les hice tonterías similares a todos durante un tiempo, hasta que perdieron la gracia.

La última vez que llevé a cabo mis bromas, amarré a Zaratustra en el poste de un tendedero en el patio trasero de Martina. Proyecté la sombra del perro, porque daba un efecto diabólico al dirigir la lámpara a contraluz y de una determinada manera, para la cual tenía que alejarme. Con Martina eso bastaba, e incluso menos, para tenerla rezando el rosario toda la madrugada. No pudo más y salió enarbolando un crucifijo y tirando agua bendita. Ocurre que Zaratustra es aún más misántropo que yo, lo cual es mucho decir, por lo cual no duda en atacar a cualquiera que ose invadir su campo visual. No habían pasado quince segundos, cuando rompió el poste con fuerza descomunal y le saltó encima a Martina. Corrí a detenerlo, pero fue muy difícil separarlo de su presa. Cuando por fin tomé el control de la correa, era tarde. Martina me miró a los ojos un instante, y falleció. Mentiría del todo si digo que me impactó o conmovió. En cuanto a la infiel y su compañero, intentaron allanar mi casa, creo que supusieron que estaba vacía, en medio de un delirio etílico, y terminaron abatidos por mi fiel guardián, en especial porque el tipo lo provocó lanzándole piedritas y gritándole imbecilidades, mientras que la otra se reía como urraca. Zaratustra los mató rápido porque los atacó directamente en el cuello, y sin soltar un solo ladrido de advertencia. Moví los dos cuerpos a la calle Farol, con cuidado de no dejar huellas, únicamente porque no quería que me molestaran cuando fueran a recogerlos. Lo demás sucedió sin que yo tuviera nada que ver.

Al final, las cosas no salieron como yo creía, sino mejor, porque comenzaron a temerse y reñir, hasta que la calle se desocupó. José y Flora necearon en quedarse, pero su última alucinación, en la que vieron parir a su musa, aunque tiene pinta de haber sido perpetrada por mí para correrlos, no lo fue. Simplemente estaban así de pasados.

El día en que la última familia feliz terminó su mudanza y la calle se quedó vacía, me sentí muy satisfecho con mi nueva soledad absoluta. Salí a caminar, aunque odio el sol y procuro evitarlo si no tengo algo que comprar en la ciudad. Tatiana advirtió mi presencia y le sonreí, ante lo cual ella respondió asustándose de muerte .

No tengo más que decirle, excepto que deseo que dejen que los buitres se den un festín, tiren mi cuerpo en la fosa común,  o inauguren un puesto de tacos, siempre y cuando bajo ninguna circunstancia localicen a mi familia. Ahora, salga de mi casa y váyase al diablo.  

miércoles, 5 de septiembre de 2012

EL EFECTISTA, parte 4.

Entre penumbras.

Jorge Luis Antúnez era un joven apuesto y brillante en 1985. Se había titulado como Filósofo y Dramaturgo, y estaba ansioso por hacer grandes cosas que cambiarían al país y al mundo, mediante el arte, la lucha por la justicia social, el análisis metafísico de las motivaciones conductuales, y todas esas cosas espléndidas que se posaban en su apolínea cabeza. Pero su golpe contra la realidad fue brutal, y en pocos meses se encontró con que su trabajo no le satisfacía, sus compañeros no se mostraban tan entusiastas al plantearles sus ideas, su padre había muerto, y su madre no lo quería ni ver porque no se había convertido en médico como su hermano. Duró diez años así, con un matrimonio fallido en el transcurso, hasta que lo despidieron y terminó inhalando cocaína en un sórdido departamento infestado de cucarachas. Al deber varios meses de renta, lo echaron de ese sitio, y se vio obligado a vagabundear por la ciudad, hasta que recordó que su abuelo tenía una choza inmersa en lo agreste, a las afueras de un pequeño pueblo, y se la pidió prestada. Al poco tiempo el abuelo murió y se la heredó.

Allí tenía viviendo como un ermitaño alrededor de quince años, rumiando su odio por el género humano y esmerándose en no ser notado por nadie. De cualquier forma –pensaba él- todos esos cretinos eran tan indolentes que no repararían en él, al igual que no se enteraban ni de lo que tenían sobre sus narices. En un principio, Jorge Luis salía a comprar sus víveres en la noche, en el autoservicio de la gasolinera, donde lo atendían cajeros distraídos que apenas lo miraban, y que cambiaban constantemente, pero después compraba y pagaba todo por Internet, medio por el cual también hacía algunos trabajos de redacción y corrección de estilo para un amigo del pasado. El pago se lo depositaba en su cuenta de banco, y de allí se cubrían todos los servicios automáticamente. Lo que le sobraba de tiempo a Jorge, que era mucho, lo empleaba en observar a las personas del pueblo, a quienes tenía perfectamente identificadas. Para que no se notara la luz ni el movimiento del interior, nunca abría los viejos postigos negros, excepto una rendija de vez en cuando para estudiar a aquellas criaturas, que él en su soberbia consideraba connaturalmente inferiores y elementales.

Con los años, llevó ese hobbie mucho más allá: conservaba en su poder un fichero donde registraba detalladamente el perfil de cada uno de los vecinos de la calle Farol, la cual se encontraba después de la carretera y un enorme terreno baldío, y que se alcanzaba a ver perfecto desde su ventana. A las cuatro de la madrugada, en que la mayoría estaban dormidos y algunos en estado inconveniente, sin falta salía a caminar y tomar el fresco llevando de una correa a su adorada bestia espeluznante: Zaratustra. Este pitbull repleto de cicatrices y deformidades era dócil con él porque lo había salvado de un club ilegal de peleas de perros, pero feroz para resguardar su aislada pocilga. Por ello, los del mini-súper, únicos seres humanos que se acercaron a su casa, pero sin ver a Jorge jamás, le tenían que dejar todos los paquetes junto a la cerca o en el buzón, y huir lo más rápido posible del perro enfurecido y musculoso .

Pero semejante estilo de vida aburre a cualquiera, y llegó el día en que Jorge Luis discurrió que con la información en su poder podría divertirse un poco y probar su teoría…

CONTINUARÁ...