Yo tenía una conocida, que
agradezco de alguna manera haber tenido, que siempre se contraponía a mis ideas, y lograba
poner a prueba mi paciencia y buen juicio con su sola aparición. En aquel
momento de la vida no lo pude entender, pero no fue nadie más, sino ella, la
que me hizo reafirmar mis principios, y quien me enseñó, de una
manera que cargaré para siempre en mi conciencia, que quedarse callada y no
atreverse no es lo mejor, como mi abuelo creía.
Comenzaré por decir que
tenía una voz tan chirriante como un cuchillo rasguñando un vidrio, apenas lo
suficientemente menos aguda que el silbido de un murciélago para – por
desgracia- alcanzar a ser percibida a la perfección por el oído humano, y potente
como un claxon de tráiler, de manera que no escucharla era imposible.
Que se callara también.
Así que allá iba… llamémosla… Flor. Allá iba Flor saltando por doquier con su
bocina integrada y su sonrisa rojiblanca de payaso malévolo, profiriendo a
menudo esos alaridos escalofriantes que, presumiblemente, eran su risa.
Ostentaba a menudo una sinceridad irreflexiva y una premura infinita por vivir
intensamente, dentro de su concepción de lo que esto significaba, que al
parecer era opinar en los asuntos ajenos sin que se lo pidieran.
Hay que mencionar que el descaro y la crueldad de
Flor, si bien se manifestaban con frecuencia, no eran del todo verdaderos.
Sobre su frágil cuerpo hecho sólo de sentimientos como una bola de nervios
expuestos, y de una suave ternura que ella creía debilidad, se construyó una
armadura infranqueable de autosuficiencia. Cuando recién la conocí,
pude entrever a través de sus mejillas rosadas toda la buena voluntad que aún
conservaba, admiré su valentía, de la cual por entonces yo carecía seriamente,
y del mismo modo ella admiró algo en mí, aunque nunca pudimos ser amigas.
Era mi compañera en el
laboratorio Bergström, el cual, en
realidad -aunque los químicos, biólogos y médicos no lo sabíamos en ese
momento- era un centro encubierto de experimentación fascista. Su presunción
era que un grupo termina obedeciendo las órdenes que sean, no importa lo
absurdas y fuera de contexto, si se les dice que será por un bien mayor,
parecido a lo que pasa con los soldados cuando se creen que matar a otros llevará
honor a su nación.
En un lluvioso día de
octubre, Mario, el asistente de Jiménez, nuestro jefe, nos convocó a la primera
reunión del equipo, que se efectuaría en la bodega. Lo único que había en esta
habitación húmeda eran cajas con material de repuesto y unos oscuros anaqueles
de metal oxidados y sucios, sobre los cuales reposaban varios matraces tapados
con corchos, que contenían una sustancia viscosa de color verde pasto.
Estoy convencida de que Jiménez moría por
diseccionar nuestros cerebros para mirar adentro. Para decepción suya, sólo
pudo hacerlo de manera figurada, interrogándonos amigablemente, en busca de
nuestras recónditas opiniones y secretos más escabrosos. La mayoría cayó en la
trampa. Yo, que vengo de una cepa de recelosos, contesté alguna cosa superficial,
pues algo encontré de falso y enviciado en la adorable sonrisita de Jiménez, y
el abuelo me dijo alguna vez que desconfiara siempre de una persona con una
nariz como la de Mario. En fin, llegó el turno de Flor. Tras exponer su sórdido
pasado en Tijuana, advierte ser una persona que siempre dice lo que piensa,
y sin querer deja escapar su complejo de inferioridad oculto.
Lo primero que hicieron en
Bergström fue hacerse indispensables. Nos chantajearon con que muchos aplicaban para este
laboratorio, que era el mejor de todos, y que nos hacían un enorme favor en permitirnos
hacer nuestras investigaciones con su valiosísimo equipo de primera línea, por
lo que estaríamos a prueba perennemente. A quien no le gustara se podía ir, y
tener una mancha en su currículum. Lo siguiente fue quebrarnos la voluntad, con
trabajos excesivos y requerimientos casi irracionales, que si eran incumplidos,
obteníamos una sanción en el salario, el despido definitivo o, en el caso de
los que confesaron sus secretos en la primera reunión, sesiones de tortura
psicológica personalizada en la oficina de Jiménez. Nadie se podía hacer amigo
de nadie, porque significaba perder el tiempo, y debíamos vestir de una cierta
forma, en especial la camisa verde pistache de la empresa, debajo de la bata,
que también debía ser del mismo tono de blanco que la de los demás. En alguna
ocasión, una compañera del departamento de microbiología olvidó lavar la camisa
y se puso cualquier otra blusa verde que encontró, por lo que fue obligada a
trabajar en ropa interior el resto del día, pues si se negaba perdería su paga
del mes.
Al principio aceptamos todo a regañadientes para
avanzar en nuestra carrera, y luego hubo unas cuantas quejas de pasillo, pero
pronto inició un proceso de homogenización y conformidad, hasta que todos nos
convencimos de que debíamos obedecer ciegamente las órdenes de Jiménez, e
incluso comenzamos a abrigar un gusto casi masoquista. Llegada esta fase, empezó a utilizarnos como supuestos
sujetos de experimentación. Primero nos sacaban pruebas de sangre, o nos hacían
biopsias, pero luego comenzaron pruebas más dolorosas, como choques eléctricos,
ingesta de químicos agresivos y otros análisis que a algunos nos parecían arbitrarios,
pero nos callábamos y soportábamos lo que fuera para no tener problemas.
Lo siguiente fueron
dantescas pruebas con animales, que provocaron más de un desmayo, pero también
que emergiera el sadismo en muchos de nuestros compañeros, entre ellos
Flor.
En vista de su talento, Mario
le ordenó a Flor que se quedara con él toda la noche a realizar algunas
disecciones de rutina. Al día siguiente, Flor estaba sentada en el corredor con
el rostro ausente y desencajado. Cuando la hicimos reaccionar nos lo contó
todo: ella y Mario recogieron a un teporocho y Mario la obligó a abrirlo en
canal después de dormirlo. Le sacaron todos los órganos, que Mario guardó en
frascos con frialdad, y luego sometieron el cadáver a un proceso químico
que redujo los restos a menos de un litro de líquido verde, que guardaron en un
matraz en la bodega, junto con los otros.
Una par de incautos
estábamos sobrecogidos con el suceso, pero otros, que ya estaban al tanto, lo tomaron con toda
naturalidad, y le explicaron a Flor que era un loable servicio del laboratorio
que debía ser guardado en secreto. Consistía en recoger parias de la sociedad y
hacerles el favor de concluir su martirio de vida, para donar los órganos a
gente sin recursos que los necesitaran.
A Flor le pareció
bastante razonable, y las cosas continuaron así durante un tiempo, en el que yo
comencé con el insomnio, pensando si lo correcto era ser cómplice en ese plan radical de
segar una vida para salvar otras, o si debía acudir a la policía en cuanto
clareara. Opté por lo primero porque tenía miedo, y porque la mayoría lo
juzgaba adecuado.
Sin embargo, los rumores de que algo extraño estaba
pasando en Bergström llegaron a
oídos de las autoridades, y un oficial nos interrogó una tarde. Guardamos un duro silencio de encubridores imposible de franquear, excepto
Flor, que se autoproclamó líder del grupo en ese momento y tomó la palabra, sin que le preguntaran nada.
— …tal vez firmamos el papel, pero fue por una buena
causa.
— ¿Qué papel, señorita?
Entretanto, algunos se contuvieron de chocar la mano contra su frente, a la vez que los
otros ponían ojos asesinos.
— En el que donábamos nuestros cuerpos a la ciencia,
porque así debe ser. Ya no nos pertenecemos a nosotros mismos.
Era cierto. Al ser contratados firmamos un papel
que indicaba eso, aunque nos hicieron creer que era para cuando muriéramos
por causa natural. La realidad era que podían hacer con nosotros lo mismo que
con los vagabundos, cuando lo desearan y con nuestro consentimiento. La policía
investigó un poco, pero nunca dieron con el fondo de la verdad. Finalmente, se
tomó como un error de especificidad en el contrato y los obligaron a anularlo,
y cambiarlo por uno en el que era opcional donar nuestros cuerpos a la ciencia
una vez fallecidos.
Hubo otra reunión, en la que se nos informó que quien
hablara sería el siguiente en terminar en los estantes de la bodega. A partir
de ese día Flor desapareció, y yo renuncié, sin haber firmado ningún consentimiento.
Aunque Flor hoy no es más que una repulsiva masa verduzca en un matraz almacenado en Bergström,
no dejo de pensar en que, si no fuera por su tendencia a hablar siempre de más,
mi destino hubiera sido el mismo irremediablemente. No obstante, sigo sufriendo
de insomnio al pensar que si me hubiera atrevido a denunciar los primeros
signos de irregularidad cuando aún no se había lastimado a ningún ser vivo,
tampoco mis otros colegas estarían empolvándose en esa bodega, ni aparecerían frente a mis ojos las caras de aquellos perros ulcerados y tristes en la madrugada.
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