miércoles, 19 de junio de 2013

MELODRAMA EN EDRÓPOLI, parte 3


DAÑO ESTRUCTURAL

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Nada. Sólo la base: un lote baldío, yermo y opaco, y arriba las nubes negras, que combinaban con su ánimo…

Años atrás, más o menos en la misma fecha, Clarisa decidía estudiar Música de los Astros en la Universidad. Mientras Pedro lloraba en soledad por las decisiones de su hija, ella presentaba su primera ponencia: Acústica Interna Del Cuboctaedro Común, durante un encuentro académico. Allí conoció a Enri, que estudiaba la maestría de Anatomía de las Almas. A él le llamó la atención que existiera una mujer que no accediera a pasar la noche con él a la segunda copa, y a ella que existiera un tipo tan ridículo. Al profundizar, descubrieron que con nadie podrían tener conversaciones tan extraordinarias.

Se hicieron los mejores amigos, y, pasado un tiempo, Clarisa lo invitó al cumpleaños de Luis, que se llevó a cabo en un club del dodecaedro tres. Asistió también la joven Afrah, una guapa morena, hija de los dueños de dos de los cuatro asentamientos de agua potable de Edrópoli, que recibió la invitación de parte de la familia Arista porque estaba en los planes de Lorena que Luis se casara con ella. A este respecto, Pedro, Jesús y Luis ya habían diseñado el futuro: Distribuidora de alimentos Y agua potable “Arista y Asociados, S.A.”… sonaba tan idílico. No obstante, todos esos maravillosos sueños se derrumbaron cuando Afrah posó sus brillantes ojos almendrados en Enri desde que apareció, seguramente por lo mismo que Clarisa disfrutaba su compañía: porque en sus círculos era difícil toparse con un personaje como ese. Enri y Afrah entablaron una intensa relación visual y verbal, que aunque nunca involucró los demás sentidos porque se perdieron el rastro, a Enri le generó el odio eterno de los Arista. 

Días más tarde, y sin enterarse de aquel drama, Clarisa fue a conocer el bar bohemio del hermano mayor de su mejor amigo. David estaba cansado de ese negocio, pero tenía que mantener a sus dos hijos y a Enri, que por aquel entonces aún no conseguía los patrocinadores y adeptos de su cofradía mística, aparte de que Rodrigo cantaba allí cada noche y cerrar el establecimiento era cerrar su corazón.

Lo de David y Clarisa no fue instantáneo. Ella era mucho más joven que él, y no hubo una atracción irremediable, como lo de Enri y Afrah, sino un acercamiento apenas cordial. Sin embargo, el fuego lento cocinó un delicioso romance hasta que decidieron anunciar que eran una pareja oficial. Cuando Lorena y Pedro recibieron la sorpresa de que el novio de su hija era un viejo con dos hijos adolescentes, hermano del impresentable de Enrique, la tensión se irguió como una columna de humo denso que no se disiparía nunca, pero Clarisa y David decidieron pasarlo por alto. 

Mucho tiempo después, durante el día dieciocho del maratón nupcial, después de que Sandra le confiara su dura vida como vedette y madre soltera, Enri decidió consolarla con sus infalibles artes amatorias rituales. Para ello, entraron a un armario, donde sorprendieron a Jesús con su hijastra Hilda, en una situación igualmente comprometedora. 

Enri confirmó su sospecha de que la clase de situaciones que se estaban gestando adentro podían causar un daño estructural a la casa, debido a la exhorbitante concentración de energía. Lo exteriorizó, cuidándose de no delatar a Jesús y a sí mismo. Clarisa y David, que conocían su preparación, supieron que era posible que estuviera en lo cierto, pero para los demás Enri no tenía ninguna credibilidad, e ignoraron el consejo de guardarse sus problemas para un momento más oportuno. Tal vez un poco ofendido, Enri decidió marcharse, y se quedó en el bosque del dodecaedro dieciocho, lugar consentido de los artistas e intelectuales, cuyas guaridas vistosas de madera apolillada cuajan los árboles. 

Beatriz también intentó quedarse allí, pero Thelma y Sandra se lo impidieron. Lo que ella intentaba en realidad era evitar el dodecaedro diecisiete, porque en esa selva repleta de  malvivientes estaba Miriam, su antigua jefa, a quien le debía mucho dinero, y que tenía su olor registrado en una máquina localizadora, que le anunciaría su presencia. Además, no quería nada que le recordara su antigua vida como traficante de cerebros artificiales. 

Pero lo que más temía la alcanzó, y Miriam irrumpió en su motoneta aérea esa noche por la ventana de su recámara para cobrarle. Como amenazó en presencia de Sandra con llevarse en prenda a su sobrina Kiki, Beatriz tuvo que jurarle que si se reunían en unos días en el dodecaedro treintaiséis le pagaría hasta el último diamante, aunque no tenía ni la mitad de uno. 

En cuanto Miriam salió, un crujido atronador surgió del techo de la recámara. Sandra y Beatriz intentaron subir al ático, donde estaba durmiendo Luis, que a su vez bajaba en una carrera de pánico y chocó con ellas. El ático se había desmoronado, desapareció en un estallido de luz, y el polvo que quedó se elevó en espiral hasta perderse en el cielo. 




miércoles, 12 de junio de 2013

MELODRAMA EN EDRÓPOLI, parte 2


EL HIPERCUBO AL INFIERNO


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El dodecaedro veintiséis es un humedal inmenso y helado, repleto de islas giratorias en forma de icosaedro truncado, forradas de carrizos ásperos y retorcidos. Hay poca población porque la mayoría de las islas giran en sentido vertical, lo cual implicaría que los hogares se hundieran cada tanto en las aguas pantanosas y gélidas, a bordo de una rueda de la fortuna letal. Es por ello que sólo están pobladas las islas que giran sobre la superficie como carrusel. Sus habitantes tienen muy bonitas casas, pero están siempre mareados, y el ministro que se encargó de la primera boda de Clarisa y David, un ancianito con artritis, se tardaba mucho en hacer cada cosa. No le atinaba a su rostro al ponerse los lentes, y extendía los documentos con una parsimonia exasperante, mientras la mesa se le recorría hacia la izquierda. La ceremonia duró una hora, treinta minutos más de lo debido. Al término, Kiki y Rodrigo se vomitaron en el pasillo nupcial, justo cuando Mónica les tomaba una foto a los novios.

El veinticinco también es un humedal, pero mucho más cálido; las porciones de tierra son más regulares y, por suerte, inmóviles. Al llegar al lugar indicado, el sacerdote que oficiaría la segunda ceremonia estaba indispuesto, así que Enri se ofreció a tomar su lugar. Todos lo miraron con asombro, pero él ni siquiera se dio por enterado y galopó con tosquedad hasta la ventana de la sala de estar del segundo piso, pateando todas las queridas mecedoras de citrino de Clarisa, para gritarles a unas tales Suzette y Apolonia. Una mujer voluptuosa con un escote pronunciado y otra flaca, fibrosa y alta respondieron al llamado desde la casa de Nicole.

—Dinos, maestro.
—Chicas, voy a celebrar esta boda, necesito su ayuda.
—¡Qué honor!

Ya estacionadas ambas casas, Suzette y Apolonia aparecieron en la puerta cargando dos enormes maletines, envueltas en unas túnicas de gasa que no les cubrían nada. Cuando las dejaron pasar al salón, colocaron una alfombra de topacios y hiedra en forma de camino y encendieron una cantidad industrial de incienso. Después de efectuar una danza de gestos larguísima, les pidieron a todos que salieran de allí, porque el espacio tenía que estar vacío durante dos horas, para purificarlo. Los jóvenes aprovecharon para jugar con el proyector de David en los pantanos, y lo rompieron.

Del otro maletín, Apolonia sacó el traje ceremonial de Enri, una pijama con un estampado de ojos, y un chaleco de felpa gigantesco con un cuello de varas de amatista. Sin desprenderse de sus tenis viejos, ni hacer nada con sus rizos negros desaliñados, que le caían sobre el rostro en diagonal, Enri se colocó su indumentaria con un complicado procedimiento, que incluía muecas similares a las de la danza de sus discípulas, tras desnudarse sin el menor pudor enfrente de todo el mundo. Como la familia de Clarisa no entendía lo que estaba pasando, y Pedro y Lorena estaban furiosos con el espectáculo, lo único que le quedó a David fue asegurar que su hermano tenía permiso para efectuar ceremonias, y ésta era una emergencia. El rito constaba de siete estadios que simbolizaban el camino de la vida, y culminaba en una reflexión de la pareja, en la que debían contestar una serie de preguntas frente a un espejo, con una duración de ocho horas. Todavía seguían en esta última sección, cuando ya faltaba poco para la boda del dodecaedro veinticuatro.

Lorena y Pedro no habían entrado porque les pareció una apostasía abominable y, sobre todo, una payasada. Luis se había quedado con sus padres en la cocina a hacer pedazos a Enri, cosa que los tres disfrutaban desde la desventurada ocasión en que lo conocieron, y para lo único que Lorena y Pedro se dirigían la palabra. Luis advirtió en el telescopio que había cola en el hipercubo de transición y llegarían tarde al siguiente compromiso. Bajó a la cabina de control para adelantar la casa hasta la fila, pero David había dejado el acceso con llave. Después fue varias veces al salón para preguntar si ya casi terminaban, pero Suzette entreabría la puerta y le hacía señas de que guardara silencio. Finalmente, Luis perdió la paciencia e irrumpió tronando los dedos y con el rostro encendido.

Cuando llegaron al hipercubo, ciertamente había una enorme cola para ingresar, lo cual desencadenó un inevitable enfrentamiento entre Luis y Enri, que tenía más que ver con una vieja rencilla, que con la interrupción de la boda o la contingencia de tránsito. Enri cerró la pelea recomendándole a Luis que si tanto le urgía meterse al hipercubo, porque no tomaba de una vez el que lo llevara directo al infierno, con lo que se llevó un puñetazo colérico en la nariz.

Por fin, el agente le indicó a David que abordara la cara cinco del hipercubo, y se procedió a traslaparlo para entregar a los viandantes a sus diferentes destinos.  El D-veinticuatro es una ciudad mecanizada en la que todos sus habitantes son empleados de gobierno. Se yergue a orillas de un mar frío, gris y picado con una altísima concentración de amoníaco, y es una maraña geométrica de rampas y elevadores. No había más lugar para estacionarse, excepto junto a un remolino de licuación, por lo que Luis se vio obligado a fingir que tenía reacción alérgica. Lo único que tenían que hacer allí era un mero trámite, y bastó con colocar una moneda en la plataforma del puerto, para que la rampa y los elevadores se accionaran para llevarlos a todos a la oficina KIU-D24, en lo alto de un edificio negro, donde sólo bastaron unos cuantos sellos oficiales indelebles en el trasero de los novios, para validar que ahora se pertenecían el uno al otro. Lo engorroso fue, como siempre, el registro en los cubos de datos.

Entrar al veintitrés, cosa que todos deseaban con ansia porque el dodecaedro veinticuatro es lo más aburrido que puede existir, fue más sencillo porque la organización del hipercubo en esta zona es impecable, y el traslape a la velocidad de la luz, cosa distinta al veintitrés, donde todo es un verdadero caos. Allí, está lleno de mercados y centros nocturnos, que se levantan con un absoluto desorden en tres pisos tetraédricos.

—¡Fenomenal! Aquí si podemos abrir el bar —exclamó Rodrigo.  Él y su hermana Mónica se precipitaron a conducir el establecimiento hasta la verde playa, en donde consiguieron un nutrido grupo de parroquianos, entre ellos varios de los invitados a la boda. Abundaron los baños de alcohol, por lo que todos, en especial Rodrigo, Sandra e Hilda, estaban en un alto estado de ebriedad durante la boda esa noche, lo cual no importó demasiado, porque el ministro prácticamente aplaudió la fuerte borrachera de la concurrencia, aliviado por dentro de que eso desviara la atención de la propia.  

La fiesta siguió toda la noche. Algunos armaron la bohemia en el bar, otros visitaron los mercados y se compraron cuanta baratija se les puso enfrente, y algunos más prefirieron las discotecas del último piso. Mientras, Hilda descubrió que rentaban trajes de fibra de vidrio y butilo para nadar en el mar, que allí tiene una concentración de químicos relativamente baja. Ella, junto con Lilí y Beatriz, rentaron unos y se metieron al agua, que a esa hora fosforecía en vetas de amarillo, verde y rosa. Cuando Beatriz se adentró tanto que la perdieron de vista, Lilí pensó que era el momento adecuado para deshacerse de su hermanastra. Descubrió una jaula de las que usan los científicos para descender a estudiar el fondo del océano y retó a Hilda a una carrerita, para encerrarla allí y patear la caja fuera de la vista de los demás, a una cueva donde pudiera respirar, pero no pedir ayuda. Después se inventaría que Hilda se fue porque ya no quería vivir con ella y su padre. El plan marchó a la perfección, pero no contaba con que Beatriz sabía bucear en aguas profundas, donde descubrió a Hilda y la liberó. A continuación, se suscitó todo un drama familiar para Jesús, puesto que Hilda acusaba a Lilí de haber intentado asesinarla, y Lilí la acusaba a ella de seducir a su padre.

Clarisa y David habían programado una bendición de la chamana suprema en el dodecaedro veintidós. Allí no hay una sola gota de agua, sólo extensiones de tierra seca y estructuras flotantes, y hace un calor indescriptible. El vaho sube desde la arena y se cuela en los huesos de una forma que induce a la locura. No obstante, las personas en el D-veintidós ya están acostumbradas al clima, llevan una vida como cualquier otra, montados en sus estructuras, y controlan las alucinaciones que sufren.

Aunque el malestar era compartido, Pedro dio rienda suelta a su hipocondría, seguro de que se había evaporado el protoplasma de sus células, y estaba próximo a morir. Se recostó en el suelo de la planta baja, el único lugar fresco, y se dedicó a demandarle cosas a su hermana Thelma, que obedecía sus peticiones absurdas sin chistar.

Thelma se comportaba así porque tenía problemas económicos graves desde que enviudó, y Pedro, su hermano, les proporcionaba una pensión a ella y sus hijas. A cambio de eso, se transformó en su enfermera, y casi asistente personal. Sandra, por su parte, tenía un trabajo en donde ganaba un poco más para mantener a su hija, y con el que esperaba prescindir de la ayuda de su tío, pero nadie sabía de qué se trataba y, al ver su forma de vestir y maquillarse, las personas preferían abstenerse de preguntar. La familia Arista, excepto Clarisa, trataba a Thelma e hijas con displicencia, rara vez las invitaban a nada, y sólo cuando necesitaban algo de ellas recordaban su existencia.

Thelma tuvo que cargar a Pedro en sus espaldas hasta la casa de la chamana. La mujer ya tenía muchos años en su puesto, y siempre había un tumulto alrededor de la estructura en que vivía, por lo que estaba harta de ejercer sus funciones y no fue una experiencia tan mística e inolvidable como esperaron. Pasó sus hierbas por los convidados de forma mecánica, y declaró la bendición de memoria con la mayor velocidad de la que fue capaz. Entretanto, algunos se quedaban medio dormidos, entre el sopor y la resaca, y Pedro aprovechó para pedirle que le pusiera los ungimientos mortuorios de una vez. Por supuesto, y sin sorprender a nadie, al día siguiente ya estaba jugando tonchi-tong con Luis como si nada.

El veintiuno es otro desierto, menos caluroso pero oscuro, porque hay una espesa capa de nebulosas que tapan las lunas. Después de cumplir con la siguiente fase de su boda, Clarisa y David, con las plantas de los pies llenas de cortadas y ulceraciones por la alfombra de topacios y hiedra, importunados sin cesar por desavenencias ajenas y protestas de todo tipo, quemados por el clima del D-veintidós, con insomnio y un malestar estomacal severo por los cambios constantes, empezaban a preguntarse si no era un error todo ese asunto del viaje. Prefirieron suponer que sólo necesitaban un descanso, y se escaparon con una lámpara a dar un paseo por la arena azul, para relajarse y tener un instante que sólo fuera para ellos dos.

En el dodecaedro veinte hay una preciosa ciudad hecha enteramente de kunzita, que se refleja en un lago cristalino y plácido. Después de la tregua que se tomaron, Clarisa y David estaban más optimistas. Recargados el uno en el otro, observaron los edificios altos y limpios de la ciudad lila, y tendrían que atesorar aquellos momentos de sosiego, porque ya no encontrarían ninguno en el resto del itinerario.





miércoles, 5 de junio de 2013

MELODRAMA EN EDRÓPOLI


Introducción: La Magnífica Idea


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Mientras descansaba sentada en un alféizar, a Clarisa se le ocurrió una magnífica idea. Ante sus ojos se extendía la perspectiva que su nuevo hogar brindaba: las ocho lunas cúbicas fosforecían juntas en el firmamento, con las nubes enredándose alrededor de ellas, y brillaban aún más en su reflejo acuático, empedradas con los relumbrantes icosaedros de hielo que se desplegaban como una red infinita de diamante sobre las aguas. 

En esa casa nueva vivirían y se transportarían Clarisa y David a partir de su boda. Era una montaña rústica de malaquita y otros minerales, estacionada en una base simple de la zona más tranquila del dodecaedro veintisiete. De sus rugosos muros exteriores sin labrar brotaban varias cascadas como si fueran heridas, y en sus habitaciones se escuchaba una música constante, como un coro de niños, que el viento producía al deslizarse entre las estalactitas de los techos. Si bien daba un aspecto placentero y tenía una altura considerable, era más bien modesta, y, al subir, cada uno de los siete niveles se hacía cada vez más estrecho. Sin embargo, esa noche Clarisa se sintió más feliz que nunca, a pesar de tener que despedirse de la comodidad de vivir cerca de sus padres y sus dos hermanos, y del contraste con el lujo del dodecaedro tres, donde habitó siempre. 

Mientras reflexionaba sobre esto fue que se le vino a la mente el fabuloso plan para su celebración nupcial: la adelantarían a las vacaciones, para que todos estuvieran enteramente disponibles, y tendrían preparada la casa para recibir a sus familiares y algunos amigos. Así, podrían estrenarla viajando con sus seres amados por los cuarentaidós dodecaedros de Edrópoli, número coincidente con los días que dura un himeneo, y convivir de tiempo completo, en lugar de sólo en las ceremonias y fiestas. 

A David le pareció que no podía haber manera más significativa de inaugurar su matrimonio, pero surgió en su fuero interno una cierta inquietud. No obstante, como era indefinida, la dejó pasar y accedió a la iniciativa de Clarisa. Se comunicó pronto con sus dos hijos, Mónica y Rodrigo, para que estuvieran enterados de las fechas nuevas, y en especial del viaje, y luego le encargó a éste último que fabricara un anuncio de neón en ese mismo momento para colgarlo en la pared del bar que tenían en el dodecaedro veintiocho, donde anunciaran que el negocio permanecería errante durante ese lapso. Más tarde, David también le avisó a su hermano menor Enri sobre la modificación en los planes, sin poder evitar rogarle que para entonces no saliera con alguna extravagancia enfrente de sus suegros. Enri aseguró que no le costaba nada portarse bien durante cuarentaidós días, aunque no se privó de recalcar que lo estaban obligando a ser un hipócrita.

Entretanto, la mejor amiga de Clarisa, Nicole, se ofreció a prestar su casa para los invitados que no formaban parte de la familia, por lo que la logística para recibir a la parentela se facilitó. No había problema en dividir el espacio entre catorce adultos y una niña. 

Simultáneamente, aunque fue engorroso, lograron ponerse de acuerdo con las instituciones pertinentes en cada dodecaedro, a través del intercomunicador dimensional. Cuando ya estuvo todo al punto, los novios podían estar más que confiados en que pasarían el mejor mes de sus vidas. 

El día señalado, los primeros en llegar con estricta puntualidad en un elegante cubículo de su empresa, que timoneaba un empleado, fueron el hermano mayor de Clarisa, Jesús, junto con su hija Lili y su hijastra Hilda. Jesús era un doble viudo, dueño de un exitoso negocio de alimentos por osmosis cutánea. Primero se casó con la madre de Lili, quien murió en el parto, y luego con una mujer que ya tenía una hija de la misma edad que la suya. Se divorció al poco tiempo de esta segunda esposa, pero, años más tarde, ella falleció por un raro caso de pulmones cristalizados y Jesús decidió acoger a Hilda para que no se quedara sola. 

Al mismo tiempo que Clarisa y David ensalzaban la belleza de las dos muchachas, Enri, Rodrigo y Mónica engancharon el bar al cuarto nivel de la casa, con el mayor ruido posible de cadenas y risotadas. 

Poco tiempo después, hizo su arribo triunfal la matriarca de los Arista, Lorena, a bordo de un veloz disco de plata. Su otro hijo, Luis, venía con ella. Se sintió profundamente decepcionada al conocer la cueva anodina en que su hija menor pensaba vivir, pero procuró ser discreta. Luis era apenas un poco mayor que Clarisa y trabajaba con Jesús como ejecutivo de ventas, aunque lo que en realidad le gustaba era no hacer absolutamente nada, excepto pasearse en las fiestas de la alta sociedad. Madre e hijo se vieron entre sí con enfado al advertir al bar Prisma flotando con torpeza.

Unas dos tazas de tisana untable más tarde, llegó el padre de la novia, Pedro, con su hermana Thelma y la hija menor de ésta, Beatriz, a las que ya traía hasta el copete de quejas. 

Y por último, ya con considerable retraso, se aparecieron la otra hija de Thelma, Sandra, y su hijita Kiki, adentro de un melancólico octaedro de aguamarina de los que flotan arañando los mares con el vértice posterior. 

—Transportarse en octaedros es tan demodé…—le dijo Lilí a su abuela con un gesto de repugnancia.

—Y vulgar, querida mía— respondió Lorena.

Una vez que la familia de David bajó del bar, se hicieron los saludos y presentaciones, y ya reunidos en el salón principal, la pareja procedió a asignar dormitorios. En la planta baja estaban la cocina-comedor a desnivel y el salón, donde se quedarían David y Luis, que suponían que eran los más resistentes a escuchar el rumor del agua y el viento a través del piso. En el segundo, donde estaba el salón de estar de las mecedoras, sería para Clarisa y Mónica. El tercero, la biblioteca, estaba asignado a Enri y Rodrigo. Para que estuvieran más cómodos, los ancianos Lorena y Pedro dormirían, ella con Thelma en la recámara del cuarto piso, y él con Jesús en la del quinto. Los niveles seis y siete estaban asignados a Hilda y Lilí, y a Sandra y Beatriz, respectivamente. Kiki tendría todo el ático para ella sola, un piquito a través de cuyo domo transparente se veían los anillos de polvo satelital. Clarisa lo había decorado con esmero, con un encantador dosel morado de gasa que ella confeccionó, alrededor de un tendido repleto de cojines y muñecas, un escondite perfecto para cualquier niña…

Kiki rompió en llanto cuando se dio cuenta de que se quedaría en el ático. 

—¡¿Por qué yo me tengo que quedar sola en el cuarto de los cachivaches?!

—Yo soy alérgico al amoniaco, no puedo dormir en una planta baja durante un viaje. 

Clarisa no recordaba que Luis tuviera ese problema, pero no pudo pensar en eso por mucho tiempo, porque Lorena le expresó de inmediato que no consideraba “conveniente” quedarse con su excuñada Thelma. 

—…y además me ofende que estés evitando dormir con tu madre, Clarisa. ¿Me quieres explicar a qué se debe?

Pedro estaba seguro de que los “desdoblamientos de ectoplasma”, una de las enfermedades que creía tener, eran más comunes en un quinto piso, y Lilí no quería dormir con su hermanastra porque se venían peleando en el camino y el conflicto continuó mientras instalaban sus cámaras hiperbáricas. Sandra y Beatriz no necesitaron cambio, pero la primera también parecía indignada por lo de haber confinado a su criaturita a la soledad del ático. Por lo menos, Enri y Rodrigo no tuvieron inconveniente, motivo por el cual David y Clarisa se refugiaron en la biblioteca toda la tarde, mientras los demás decidían lo que les diera la gana.  La sorpresa fue que, sin saberlo, Rodrigo sí que era alérgico a los corpúsculos que despiden los libros antiguos. Los intercambios de recámara, a veces hostiles, continuaron durante muchas horas, en las cuales la esmerada decoración y limpieza de Clarisa fue descendiendo dramáticamente.

Cuando por fin Clarisa desplegó su cámara hiperbárica junto a la de su madre, ésta tenía un nuevo reclamo. No le gustaba para nada que el mamarracho de Enrique estuviera durmiendo tan cerca de ella. Clarisa, cansada, sólo le recordó lánguidamente que se trataba del hermano de su prometido. 

Por tanto discutir e moverse de un lado al otro, Clarisa no se había dado cuenta de que Nicole ya llevaba tres horas de retraso. David, por su parte, estaba en el patio frontal, nerviosísimo. Finalmente, la mansión de Nicole arribó. A través de las ventanas se percibía una gran algarabía. Nicole, medio borracha, se asomó mascando algo, para justificarse diciendo que se había perdido porque no le dieron bien la dirección.

—Ya llevo varios dodecaedros recorridos, ya no sé ni para que voy con ustedes —declaró, medio en serio, medio en broma —No te creas, mi Deivid. Oye, perdona, pero tengo que pasar por mi prima Socorrito todavía, aquí mismo en el D-veintisiete, no les molesta, ¿verdad?

David acordó resignado seguir a Nicole hasta allá. Bajó a la cabina y desimantó los cimientos. La casa de malaquita levitó de inmediato, tambaleándose un poco al principio, pero David la estabilizó hábilmente con el timón. Era su primera travesía como el señor de esa casa, por lo que lo consideró casi como un ritual. 

Resultó que la prima Socorrito vivía en un lugar laberíntico, después de unos géiseres que golpearon un par de veces la estructura, haciendo gritar a todos, pero en la madrugada, cuando ya se tornaban rosas las lunas, David por fin pudo dirigir el piloto automático hacia el primer destino: el dodecaedro veintiséis.