sábado, 30 de agosto de 2014

BAJO SU PIEL 2


Capítulo 2: Rastros de muerte en las cámaras secretas, y una sorpresa en el pasillo del papel para envolver. 

 

El temor a quedarse sepultados hasta la muerte disminuyó, al ver que los círculos de luz provenían de unos tubos de escape herrumbrosos en el techo del pasadizo, y comprobar que los celulares de ambos aún tenían señal, así que papá y Erminia continuaron el camino. El primer corredor era largo, y mucho más ancho que las escaleras. A los lados tenía varias cámaras subterráneas sofocantes. En todas había diversos objetos, raídos y putrefactos, en diversos estados de descomposición. En uno, encontraron un ataúd abierto, y parecía que adentro habría más restos humanos, pero eran retazos de telas y bolas de algo parecido al estropajo y, alrededor de la caja, varias pilas de lozas de ladrillo, las mismas que se habían utilizado para forrar las paredes mohosas del túnel; en otro aposento oscuro, sorprendentemente acondicionado como una recámara, una carriola, muñecas  y el retrato de dos niñas; en las demás, en su mayoría, mesas, o trozos de mobiliario, con restos de trastos, cubiertos y botellas de vino, zapatos, algún guante, en fin. Las únicas habitaciones peculiares eran una espaciosa, a desnivel, totalmente inundada, y de la cual sólo sobresalía el armazón de una cama de metal, y otra repleta de pianos, algunos de cabeza, otros rotos, viendo hacia la pared, llenos de arañas… muchos pianos. Desde luego la más impactante fue la que estaba llena de esqueletos, incluso de niños. Eran, obviamente, personas que nunca pudieron salir de allí. Eso, y el hambre que les dio después de dos horas de caminar y explorar ese lugar tan lúgubre y enrarecido, comenzó a provocarles miedo y ansiedad, y Erminia intentó enviar un mensaje. No obstante, era tarde, porque en esa zona ya no tenían señal. Un poco más adelante había una encrucijada: podían seguir el túnel interminable que transitaban, u otros dos que se abrían a los lados. En el pasaje de la derecha percibieron un gran hueco de luz en lontananza. Tal vez era otra salida, menos retirada que la de la casa, así que anduvieron por allí. Notaron que la nueva galería era más cómoda, porque incluso se sentía algo de aire fresco circular a su alrededor, pero el destello de luz estaba más lejos de lo que parecía, y el piso estaba empinado, por lo que andaban cuesta arriba. Ambos se sintieron mal y tuvieron que sentarse un momento en el piso, pero tenían que seguir. Descubrieron que la luz provenía de un agujero en el techo altísimo de una última habitación enorme, también inundada, donde flotaban restos escalofriantes de figuras religiosas. Seguramente había sido una capilla. Erminia se echó a llorar, algo que no es común en ella, y ambos gritaron por auxilio, pero nada ocurrió. Siguieron adelante, pero allá solo había una oscuridad cada vez más y más insondable. Por lo menos, allí sí lograron enviarnos un mensaje donde evitaban confesar la imprudencia que habían cometido, pero nos urgían a arreglar el agujero del patio en ese preciso instante. Sospeché que algo pasaba, porque ellos son la clase de gente cuyo piso del baño se desploma sobre la sala y lo arreglan hasta la siguiente semana “porque estaba el Super Bowl”, así que insté a todos a reunirnos allá lo antes posible. Pero, pocos minutos después de pedir ayuda y antes de sufrir sendos colapsos nerviosos, descubrieron otra escalera igual a la de la casa. 

Entretanto, una pareja joven elegía papel para envolver un regalo en la super-papelería de los Ayala, y cuál sería su impresión cuando surgieron del piso, en el cual no se notaba ningún rastro de una trampilla, dos ancianos llenos de mugre con la respiración agitada. Del otro lado del pueblo, nosotros descubríamos el derrumbe en el patio, que había dejado la primera osamenta hecha pedazos. Fue cuando decidimos que era buena idea llamar a la policía, y, sin embargo, la curiosidad por explorar primero lo que describían papá y Erminia cuando fuimos a recogerlos, que además se extendió a los Ayala, nos impidió dar aviso a las autoridades de inmediato… 

Image courtesy of Kamnuan at FreeDigitalPhotos.net

CONTINUARÁ...

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sábado, 23 de agosto de 2014

BAJO SU PIEL


Capítulo 1: El hombre al pie de la escalera.

 

Los Garduño no somos héroes, ni nada que se le parezca. Sólo cumplimos con un deber ciudadano. La verdadera protagonista de esta historia siniestra lleva muerta como cien años. Yo sé que a la gente le interesa mucho saber cómo fue que encontramos los antiguos tesoros de este pueblo, que les recordamos a las autoridades que está en bancarrota, y con problemas para proveer de agua y electricidad a todos sus habitantes, y es por eso que acepté esta entrevista, no porque nos interese la notoriedad, sino porque también queremos difundir que con todas las vasijas prehispánicas, obras de arte y documentos históricos que se encontraron, la fama de aldea polvosa llena de palurdos y pollos trespeleques dejará de pesar sobre nuestros hombros... si logramos mejorar nuestras condiciones de vida. Como sea, cualquiera que hubiese vivido en nuestra casa podría estar sentado aquí, contando lo mismo, o en la cárcel por haber cometido robo a la nación o daño a materiales arqueológicos, cosa que -recalco- nosotros evitamos completamente.

Desde niños, mi padre y el fallecido tío Abel habían notado esa fea tapa de metal oxidado en el piso del patio, pero supusieron que debajo habría conexiones eléctricas, tubos o una alcantarilla, o más bien es posible que ni siquiera hayan pensado mucho en ella. Casi cuarenta años más tarde, cuando ya eran sus nietos los que jugaban fútbol en el mismo espacio, el constante asiento del agua de lluvia ocasionó que la herrumbre abriera un agujero. Fuimos negligentes para atender este problema, hasta que una muñeca de mi hija cayó por allí. Se alcanzaba a ver desde afuera una orilla de su vestido rosa con flores, pero era imposible alcanzarla, al menos no sin arriesgarse a contraer tétanos, así que, después de comprobar que estaba soldada y era imposible abrirla, mi hermano y mi esposo quitaron la tapa por completo con una palanca de metal y un mazo, porque de todas formas ya era necesario removerla. Descubrimos una escalinata de piedra empinada, que descendía hasta desaparecer en la oscuridad. Los niños, curiosos y emocionados, intentaron bajar, pero nosotros lo impedimos. Fue mi hermano Domingo el que trajo una linterna y entró. Los peldaños eran angostos, apenas lo suficiente para recargar la mitad del pie, y el espacio tan reducido, que Domingo no podía abrir los codos más de cinco centímetros. Conforme bajaba, el aire se hacía cada vez más viciado y escaso, pero continuó, hasta que pisó algo duro y crujiente. Cuando apuntó con la linterna y visualizó los huesos de una mano, soltó un grito escalofriante, y perdió el equilibrio. Salió asustado, con claustrofobia, sucio y repleto de raspones. Pensamos en llamar a la policía, porque lo primero que se nos ocurrió es que era un narco-túnel, o cualquier otro narco-asunto, pero poco tardamos en pensar más claramente y recordar que esa tapa llevaba cerrada demasiados años.  


Domingo, nuestros primos, nuestros respectivos cónyuges y yo improvisamos la manera de cerrar el acceso a la escalera con una puerta que se había roto, y nos prohibimos mutuamente, en especial a nuestros hijos, bajar sin haber decidido lo que correspondía hacer, y porque ese agujero en el suelo era una fuente de peligros. Sin embargo, mi papá y su esposa Erminia, a pesar de su avanzada edad, no tenían la menor intención de respetar el acuerdo, y, como era su casa, al día siguiente, después del almuerzo, se resolvieron a explorar en nuestra ausencia. Se armaron con varias linternas, y emprendieron el descenso, sin que les importara ni un solo momento la osteoporosis de él, que no se pudiera respirar, o saber que se encontrarían con un esqueleto a los pocos metros, lo cual hacía del sitio una posible escena del crimen. Creo que incluso tenían un gran interés morboso por examinar la osamenta.  Ellos pudieron alumbrar mejor el estrecho pasadizo, y en efecto allí estaba lo que alguna vez fue un hombre, a juzgar por lo que quedaba de su ropa ya casi desintegrada, tendido a lo largo de los últimos escalones, los cuales desembocaban en una pared, que era el inicio de otro corredor hacia la derecha. También para papá y Erminia respirar se había hecho un poco difícil, pero querían asomarse al menos a lo que seguramente era un túnel secreto, “tal vez de la época de la colonia”. Creo que ambos viejos se sentían como en una película de acción o se habían tomado un par de tequilas así de temprano –son capaces-. El caso es que mi padre esquivó los restos sin cristiano descanso del pobre difunto, e incluso los movió con un pie, y se dispuso a mirar lo que habría al final de la escalera. Sin embargo, Erminia notó, mientras él se recargaba con el brazo del lado en que llevaba su linterna, que había algo escrito en la pared, que allí dejaba de ser escarpada y rocosa, con una tinta terracota, deslavada y extraña. Decía “La señorita Blancarte está detrás del ar…” y allí se cortaba. Erminia tuvo un rapto súbito y breve de prudencia, y le pidió regresar.

—No seas collona, vieja.  

Bajaron entonces hasta donde iniciaba el susodicho túnel, y descubrieron que allí, aunque seguía oliendo a caño, se respiraba mejor, y había unos círculos tenues de luz del día en el piso putrefacto. De repente, mientras trataban de investigar de dónde entraba esa luz, hubo un estruendo a sus espaldas. 

Al quitar el marco de la antigua puerta oxidada, se había cuarteado el pavimento del patio, uno de los principales motivos por los cuales decidimos clausurar el acceso hasta traer a las autoridades o a algún ingeniero. Gran parte del piso se derrumbó sobre la escalera, por lo cual papá y Erminia se habían quedado encerrados, y no tenían más opción que seguir adelante.
 
Image courtesy of papaija2008 at FreeDigitalPhotos.net
 CONTINUARÁ...

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