El Incidente Incitador.
Ariel Méndez se sentó en cualquier silla del
comedor y de un soplo cayó en la cuenta de que estaba extremadamente aburrido.
Su trayectoria como guionista y compositor había sido exitosa, con altas y
bajas, pero La Irremediable Sentencia bastaba para darle regalías suficientes para vivir
como sibarita el resto de sus días sin volver a escribir nada, y eso sin contar
la cuantiosa herencia de su difunta tercera esposa. Irreflexivamente, se había
hundido en su mullida situación hasta llegar a ser víctima de una falta de
significado sistémica. Repasó sus últimas vomitivas tardes con bouquet a piña
revenida, y extrañó como nunca a su preciosa Altea, musa de sus mejores creaciones, y la única
mujer que amó y admiró de verdad,
después de su madre. Dibujó entre sus dedos su rostro afilado, pero ya no encontraba
nada de ella en el aire, antes impregnado de su cuerpo, su aroma y su fuerte
personalidad. Solo flotaba el polvo: ceniza de otros tiempos y de su propia
existencia.
Altea había fallecido
prematuramente en un accidente de tránsito. No tenía mucho de haber
protagonizado La irremediable sentencia, pero su carrera se estancaba poco a
poco, y eso era insoportable para ella porque nunca amó a nadie ni a nada como
a su profesión. Una ironía para Ariel, pues el amor de su vida lo trató igual
que él había tratado a sus otras dos esposas, a su hijo y a todos los demás:
con una altiva displicencia condescendiente. Altea murió tan aparatosamente
como vivió, casi como si lo hubiera planeado… Súbitamente, una idea recorrió
todo el cuerpo de Ariel, como si fuera un viejo electrodoméstico empolvado que
se encendió después de años en desuso. ¡Tenía que filmar la vida de Altea! Comenzó en ese instante a escribir
todo lo que recordaba de ella. Empezó por su infancia en Toluca con unos
padres conservadores que reprimían su vocación… pero se quedó estancado en la
tercera página. Daba igual, podía recurrir al biógrafo. Lo realmente importante
y complicado era encontrar a una actriz que la interpretara.
Durante meses, Ariel revisó todas las películas y series de televisión de moda, e investigó a quienes fueran semejantes en físico y talento. No obstante, ninguna ERA Altea. Se obsesionó con encontrar a alguien capaz de convertirse en ella, más allá de la caracterización. Eligió a las que se parecían más y tenían un historial similar, pero a todas las desechó tras la audición. A esas alturas, ya estaba listo el guion de lo que sería un biopic musical de épicas proporciones, y la casa productora que financiaría el proyecto se estaba poniendo impaciente. Entonces, la encontró. Fue en un supermercado, mientras se surtía de jícamas, que Ariel vio por vez primera a Carmen en una pantalla. Su personaje era el de una secretaria sin trascendencia en un insulso programa, pero su estela refulgente atravesaba sin piedad a la actriz protagónica hasta hacerla pedazos. Después de varias entrevistas, la visitó. Esa diosa que fumaba en el balcón de un cuartucho de azotea, sabiéndose menospreciada, era la mismísima Altea en sus días de universidad, cuando sufría su anonimato con el gesto doloroso y enigmático de una madre trágica de García Lorca o una mujer incomprendida de Ibsen. Casi tuvo el impulso de llamarla Altea en un par de ocasiones. Durante la preproducción no dejaba de pensar en Carmen, ¿se estaría enamorando, o era sólo la falsa ilusión de tener a Altea de vuelta? Precisamente ese último pensamiento fue el génesis de su retorcido plan de auto-resurrección.
Durante meses, Ariel revisó todas las películas y series de televisión de moda, e investigó a quienes fueran semejantes en físico y talento. No obstante, ninguna ERA Altea. Se obsesionó con encontrar a alguien capaz de convertirse en ella, más allá de la caracterización. Eligió a las que se parecían más y tenían un historial similar, pero a todas las desechó tras la audición. A esas alturas, ya estaba listo el guion de lo que sería un biopic musical de épicas proporciones, y la casa productora que financiaría el proyecto se estaba poniendo impaciente. Entonces, la encontró. Fue en un supermercado, mientras se surtía de jícamas, que Ariel vio por vez primera a Carmen en una pantalla. Su personaje era el de una secretaria sin trascendencia en un insulso programa, pero su estela refulgente atravesaba sin piedad a la actriz protagónica hasta hacerla pedazos. Después de varias entrevistas, la visitó. Esa diosa que fumaba en el balcón de un cuartucho de azotea, sabiéndose menospreciada, era la mismísima Altea en sus días de universidad, cuando sufría su anonimato con el gesto doloroso y enigmático de una madre trágica de García Lorca o una mujer incomprendida de Ibsen. Casi tuvo el impulso de llamarla Altea en un par de ocasiones. Durante la preproducción no dejaba de pensar en Carmen, ¿se estaría enamorando, o era sólo la falsa ilusión de tener a Altea de vuelta? Precisamente ese último pensamiento fue el génesis de su retorcido plan de auto-resurrección.
Aunque sus otras dos ex-esposas no
habían sido tan fundamentales en su vida como Altea, reconoció muy para sus
adentros que nunca se había sentido despierto e inspirado más que cuando alguna de
ellas estuvo con él, y de repente las erigió como una especie de Santísima
Trinidad del universo a escala de sus sueños.
Sonia, su primera mujer, era una
comunicadora seria, tranquila y con una inteligencia privilegiada, que provenía
de una familia tan culta, como pobre y siniestra. Ariel odiaba sentirse
inferior a ella y por eso luchó con uñas y dientes por sobajarla. Lo consiguió,
hasta que ella dejó de amarlo y se marchó para siempre, junto con el hijo de
ambos, Moisés, a quien Ariel prefería considerar muerto. Su segundo matrimonio fue con Darina, una chica mucho más joven que él, a la que conoció en una fiesta, y
con quien le fue infiel a Sonia. Provenía de un barrio bajo y era drogadicta.
Supuestamente soñaba con ser modelo, pero no tenía ninguna disciplina. Ella
pensaba que quería usar a Ariel para escalar en el mundillo de la moda, pero en
realidad él sólo era su medio para surtirse de cocaína. Sin embargo, era una rubia
despampanante que le practicaba unos excelentes felatios, por lo que Ariel le
cumplió todos sus deseos huecos. Su divorcio ocurrió porque ambos eran
infieles, y por simple desgaste.
Y tal vez por demasiado alcohol,
demasiada imaginación, o por el desbordamiento de su excentricidad y egolatría,
Ariel eclipsó su cordura en la espiral de sus elucubraciones, y se le ocurrió
que la fuente de su genio y juventud eternos sería traer de vuelta al mismo
tiempo a esas tres esposas. No iba a llamar a las auténticas Sonia y Darina, que
estaban viejas y colgadas, sin mencionar que lo odiaban y lo mandarían al
diablo, sino que, al igual que buscó a Altea incansablemente en otra persona, buscaría a
aquellas Sonia y Darina que lo hicieron feliz, y entonces realizaría su más
grande montaje, el de su propio paraíso. Puso manos a la obra inmediatamente…