miércoles, 24 de julio de 2013

Mis Ancestras, parte 1

Cada uno tiene su historia, toma determinadas decisiones, y fácil no es ninguna, pero hay cosas que ponen un poco de luz en el camino escabroso de la vida. Para mí, ha sido el ejemplo y la perenne esencia de las tres mujeres de las que provengo. 

A veces, basta un instante para que todo lo construído con arduo trabajo se derrumbe de pronto, como una casita hecha de papel a la que de repente le cayó un balde de agua, mientras la mayoría de los que amabas y decían amarte desaparecen como espejismos. Una se queda tirada en el piso viendo como los sueños y logros se van por la coladera hechos girones, y es necesario encontrar un botón adentro que nos impulse a levantarnos, aún sobre piernas de goma. Para mí, cuando me asalta la cobardía me basta emular la imagen de cualquiera de esas tres valerosas amazonas con la apariencia frágil de una musa del Renacimiento. Hoy les quiero compartir con orgullo un poco de la primera, en espera de que también les inspire algo: 

Mamá Lupita

Mi bisabuela, Guadalupe Orozco, o Mamá Lupita, nació a finales del siglo XIX, y vivió todo el proceso de cambio de siglo. Eso lo sufrieron todos nuestros antepasados de aquella época y lo superaron, pero lo que hacía especial a esta mujer era la forma en que enfrentaba las cosas. En medio de  la Revolución Mexicana y la Cristera se casó y tuvo a sus dos hijas. Durante estas guerras, cuando veía algún colgado en los caminos, se acercaba sin gota de asco o miedo y cortaba un trozo de su ropa, porque quería conservar una reliquia de los mártires. Puso a salvo a sus hijas con su madrina y se fue a buscar un lugar seguro, tras rescatar algunas pertenencias, mientras convertían su casa en un cuartel.

El nuestro es un país particularmente machista, y viendo lo que una tiene que sobrellevar hoy en día, no quiero ni pensar los niveles que este problema alcanzaba entonces. También es uno de los pueblos más católicos del mundo, así que la educación de una señorita bien debe haber consistido en quedarse en casa a rezar y atender como esclava al marido, a menudo algún borracho impresentable. Pero ella se equivocó de época, y no pudo evitar ser independiente y manejar su propio negocio, con un grado de eficacia y arrojo que incluso ahora me asombra. Viajaba a caballo de Michoacán hasta la Ciudad de México, arriando a los cerdos que iba a vender, junto con algunos trabajadores, que deben haber sido unos señores muy decentes, hacía los tratos con los clientes directamente. y luego regresaba en tren o avioneta. Su colaboradora era su hermana, una genio de las matemáticas (esto sí que no lo heredé) que hacía todas las cuentas mentalmente y sabía con exactitud cuánto peso iban a perder los animales al trasladarlos de un lado al otro. 

En cuanto a su vida sentimental, se casó "grande" con un hombre que, según ella, estaba de muy buenos bigotes. Sólo tuvieron dos hijas, y no todos los que les mandó Dios, como se usaba, y cuando, en vista de su éxito, el esposo se convirtió un zángano, no lo soportó en silencio y resignación, sino que lo cacheteó y lo corrió de la casa. Me imagino que Lupe no era popular socialmente, pero tampoco creo que le haya importado. Y de verdad es irrelevante, porque la gente que la amó, lo hizo de manera auténtica.

En un velorio, una señora desconocida se acercó a mi madre y le besó las manos, sin ningún motivo aparente. Después de dejarla más que desconcertada, la dama explicó que le prodigaba esta distinción por el simple hecho de ser la nieta de Guadalupe Orozco, la persona que los había salvado a ella y sus hermanos de la miseria y les consiguió alimento y escuela, como lo hizo con muchos niños. 

Mamá Lupita siempre estaba de buen humor y ayudaba a los demás. De hecho, a su exesposo lo cuidó en su enfermedad y muerte. Cuando ya era anciana, y la economía boyante que logró en sus tiempos de mujer de negocios se había esfumado, llegaba a visitar a sus nietos con telas que traía de su tienda en el pueblo de Aguililla, y les hacía batas, camisas y vestidos. Para ellos era como la llegada del hada madrina. Todavía hay en la casa de los abuelos una sábana de manta que hizo con costales de harina, con una calidad que me hace pensar dos cosas: que era la diosa de la costura y el reciclaje, y que hacían unos costales muy elegantes en los sesentas. Por supuesto, tenía algunas ideas arcaicas, el racismo era la peor de ellas, y una religiosidad marcada. Por ejemplo, cuando mi madre y mis tías se ponían sus minifaldas de quince centímetros les decía: "hasta donde traes la falda te vas a quemar en el infierno", pero se alcanzaba a distinguir un cierto tono de broma. Sospecho que en secreto no le causaba mayor problema.

Casi al final de sus días, de ida a misa, se encontraba con un caballero venerable que le regalaba una rosa. Se sentaban en el alféizar de una ventana en la calle donde la multitudinaria descendencia de Lupe hemos crecido, y disfrutaban de su romance inocente. Todavía paso por allí, y me la imagino como si la conociera íntimamente, a pesar de que murió diecisiete años antes de que yo naciera. A través de los relatos de quienes tuvieron el gusto de convivir con ella, en especial de mi señora madre, he llegado al punto de quererla como si fuera una amiga entrañable, cuya figura alegre, trabajadora, talentosa e intrépida quisiera emular en un mínimo porcentaje.




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