En vísperas de la guerra.
La luz que nacía de la entrada se
apagó con la sombra de la comitiva. Era el fin de la espera, y todos los
nervios de Atzin se apelotonaron en su garganta.
—Me gustaría recibir una explicación
para semejante demora— reclamó el tlatoani secamente.
—Sí, mi señor— respondió Atzin bajando ligeramente la cabeza— Nos interceptaron en la selva y han matado a
todos mis hombres. Por buena voluntad de los dioses yo pude huir, y aunque me
despeñé y quedé herido, me ayudó una…
Atzin se detuvo un momento. Lo siguiente
que iba a decir, verdad o mentira, representaba una traición.
—¿Quién?— preguntó el tlatoani,
cruzando los brazos con su impaciencia característica.
—Una vieja aldeana que no hablaba
nuestro idioma, pero que me curó y alimentó durante todo este tiempo. Por los
problemas de comunicación que había entre nosotros, tardé en regresar, pero ya
estoy aquí, a sus órdenes como siempre.
Tras dar sus condolencias por el
triste destino de los Tlacuaches, el
tlatoani le prestó a su amigo Atzin su palacio de descanso para que se
recuperara, y pudiera reanudar su trabajo con más empeño.
Entretanto, el gobernante tomó
las muertes de los Tlacuaches, que él
declaró prisioneros de guerra abatidos, como pretexto para alistar a su ejército
y hacer un nuevo intento de conquistar a los mayas.
Mientras los Caballeros Águila y
Jaguar, y el propio rey ya se abrían paso entre las matas selváticas, Atzin no
se enteraba de nada, tan bien atendido como estaba por las concubinas del
tlatoani. Pero, a pesar de los muchos
placeres que le aguardaban en sus vacaciones, dignas de la nobleza a la que
siempre quiso pertenecer, no se la pasaba nada bien. Al mismo tiempo que lo
ungían bellas mujeres, sumergido en aguas termales, Atzin no se imaginaba otra
cosa más que a la Dama de Blanco, su salvadora, que en ese instante debía estar
sola, perdida
en su distorsión del tiempo y el espacio, en la estancia enmohecida de un templo abandonado. Se sentía culpable de haberla
engañado al seguirle el juego de que él era Bej, para que lo condujera a la
población más cercana, y escapársele luego, y también de estar gozando el favor
del tlatoani, cuando había faltado a sus deberes con él. Lo bueno era que no
había forma de que el señor se enterara de que la mujer que le refirió en su narración
de los hechos era la legendaria gobernadora a la que el mismísimo Pakal le mandó escribir loas, y no una simple aldeana. Pero Atzin estaba muy
equivocado en sus suposiciones, pues ni Amankaya seguía en su exilio, ni estaba
tan a salvo su pequeño secreto…
Chacnicte era la joven hija de un
muralista que se dedicaba a hacer frescos en los templos recién construidos, y,
muchos años atrás, se encargó de hacer varios retratos de Amankaya. Después de
la muerte del artista, sus hijas atesoraban los bocetos, junto con los de las
figuras de otros gobernantes y sacerdotes, así como los dibujos que él hacía
por cuenta propia. Entre ellos estaba un viejo trozo de papel donde aparecía otra
vez Amankaya, sin ornamentos de ningún tipo, el cabello suelto, joven y con un
gesto relajado, poco común en los de su estirpe. Gracias a estas imágenes, a
pesar del pelo esponjado y sucio, su vejez y la confusión mental que la
aquejaba, Chacnicte reconoció a Amanakaya, que daba vueltas sobre su propio eje
buscando a Atzin en mitad de la calle.
Antes de que otra cosa sucediera,
Chacnicte y sus hermanas la condujeron a su casa, donde le dieron de comer
adecuadamente y la lavaron, todo lo cual ella permitió con docilidad. Después
de peinarle los cabellos y ponerle un huipil en buenas condiciones, Chacnicte
le mostró los dibujos a Amankaya, en espera de que recobrara la cordura al recordar su
pasado. Ella sabía muy bien quién era, pero no estaba consciente de su
situación o su edad, e incluso a veces creía que era un simio y se comportaba como tal.
Iba a ser un trabajo largo regresarla al mundo real, pero Chacnicte se propuso lograrlo.
Las hermanas, por su parte, planeaban pedir alguna recompensa o distinción por haber
encontrado a la Halach, pero no lograban ponerse de acuerdo en cómo iban a
proceder.
Meses después, cuando los mexicas
estaban dispuestos a atacar, y los guerreros mayas los esperaban con toda su
hostilidad, a la familia de Chacnicte ya no le preocupaba el asunto de la
gobernadora, pues se enfocaban en resguardarse de la guerra inminente. Chacnicte
también estaba distraída porque el casamentero ya había venido a ultimar los
detalles de su boda. Amanakaya, mientras tanto, hacía tareas hogareñas en la
medida de sus fuerzas, con gratitud y esmero, y lentamente, pero a paso seguro,
volvía a ser ella misma. Una noche, mientras conversaba con su ya
querida amiga Chacnicte, comprendió de golpe, como si hubiese despertado de un
sueño, que Atzin era un comerciante azteca, pues recordó que lo había visto llevado
en andas con su abanico y bastón, antes de pelearse con sus rivales y perseguir
al mico, y pensó que algo tendría que ver su presencia con el envío de las tropas. Casi
recuperada por completo, y segura de que su locura y sus largos años en la
jungla no fueron un accidente, Amankaya se decidió a hablar con el
tlatoani. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera preciso, incluso sacrificarse, para evitar
que lastimaran a su gente. Le pidió a Chacnicte que le ayudara a lograr la entrevista.
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