miércoles, 8 de mayo de 2013

EL HOMBRE SIN LÁGRIMAS, parte 2


Memorias.


A Atzin no podían importarle menos los pescados y las chinampas. No obstante, por el profundo respeto y reverencia que debía a sus padres, y a todos los sabios pescadores del calpulli al que pertenecía su casa, aprendió el oficio con esmero y disciplina.

Entretanto, se derramaban sobre su petate otra clase de sueños, o, mejor dicho, reflexiones nocturnas, cuyo contenido apenas alcanzaba a asir, y luego se le escapaban en la mañana.

Cuando empezó a acudir al Telpochcalli, una vez más se empeñó con obediencia en las obras públicas y el entrenamiento militar, aunque lo único que realmente disfrutaba en la escuela eran las matemáticas, los astros y los sistemas de pensamiento, que apenas les enseñaban por tratarse de un colegio de plebeyos. Continuó con sus cavilaciones, que cada vez tenían mayor claridad en su entendimiento, y comenzó a registrarlas por escrito, pero cesó en el empeño cuando descubrió que al lograr méritos en el campo de batalla era posible ascender socialmente, y si las pretensiones intelectuales de Atzin eran notables, parecían nada junto a su delirio de pertenecer a los altos círculos.

La única que alguna vez abrigó el certero temor de que su hijo menor abandonaría el oficio dictado por sus ancestros, fue la madre de Atzin, Yaretzy. Jamás le inquirió nada, ni lo amonestó, afecta como era al silencio. En lugar de regaños, optó por cargar de trabajo al niño. No sólo le pedía traer enormes cantidades de leña para el comal y llevar siempre el arpón, las redes y los anzuelos de su padre, a quien además tenía que cuidar, para evitar que cometiera alguno de sus desfiguros acostumbrados, sino que lo mandó, sin saber que con esto aceleraba lo que más quería evitar, a trabajar con el viejo y extravagante pochteca Yuma como cargador de mercaderías. Entre su madre queriéndole forjar el espíritu y el abusivo de Yuma, a los catorce años Atzin ya tenía el cuerpo musculoso de un hombre mucho mayor, y sus ojos habían visto más cosas que cualquiera de los chicos de por el rumbo.

A pesar de que en ciertas cosas no se ponían de acuerdo, Atzin tenía el carácter de su madre: le gustaban la prudencia y el rigor, y secretamente, aunque jamás lo expresaría en voz alta, nunca se sintió identificado con su padre. Por el contrario, le guardaba cierto rencor. Camaxtli era un alegre y locuaz borrachín, capaz de vaciar de pulque todo el vecindario, bastante negligente en cuanto a pescar las cantidades que debía, o incluso para recordar correctamente los nombres de sus hijos. Las costumbres del patriarca eran un deshonor para la familia, y eso le atrajo a Atzin mucha dificultad para hacer amigos en el Telpochcalli, además de que los veteranos de guerra e instructores lo vigilaban muy de cerca, fiscalizando si él también gustaba de embriagarse, falta que se penaba con la muerte durante la formación de los jóvenes.

Él mantuvo un comportamiento impecable, pero su padre continuó por el mismo rumbo autodestructivo, y, tal como lo había vaticinado el tío Huehue en broma, Camaxtli murió ahogado al caerse de la canoa en un estado más que inconveniente. Cuando Atzin se acercó a consolar a su madre en los funerales, tanto de la pérdida como de la vergüenza, se sintió un poco mejor de que al menos tenía una buena noticia que darle junto con un abrazo…

Una gran idea para confundir al enemigo en el campo de batalla, durante el servicio, le había granjeado que le permitieran terminar sus estudios en el Calmecac, dedicándose al templo como sacerdote durante un año. También se ganó ciertos privilegios, como tener varias concubinas. Pero, contrario a lo que Atzin había soñado, Yaretzy no recibió el logro con gusto, y tanto ella como sus hermanos y abuelos consideraron una afrenta al dios patrono y a ellos mismos que Atzin quisiera encajar en otro lado. Yaretzy, en el fondo, más que preocuparse por eso, leía un exceso de ambición en los ojos de Atzin, algo que no concordaba con la mesura y humildad que para ella debía tener un verdadero hombre.

Con dolor, Atzin siguió adelante con sus planes de vida, y acudió al Calmecac. Pensó que, por ser hijos de nobles, los muchachos de allí lo rechazarían, pero, por el contrario, vivió sus mejores años, lleno de amistades, fiestas, y los conocimientos que anhelaba adquirir. Fue por ese tiempo que lo admitieron en el equipo de los Tlacuaches, y conoció a Meztli, después de asomarse por la barda de la escuela femenil , ocurrencia de Opo el gordo, que siempre provocaba que les pusieran castigos severos. Pero esa vez valió la pena…

En el rostro moreno de su amada estaba pensando, con esa sonrisa que le hizo renunciar a todos los placeres que tenía garantizados, y en Opo el gordo pataleando con el taparrabos atascado en los relieves del muro, como si estuvieran junto a él, cuando Atzin regresó de pronto a la realidad, y recordó que todas esas personas amadas con las que compartió risas y dificultades, estaban muertas. Pero le confortó saber que pronto se reuniría con ellos, en cuanto el personaje escalofriante que acechaba en aquella habitación húmeda de una tierra lejana se decidiera a desprenderse de la oscuridad y atravesarlo de barbilla a estómago con el cuchillo que blandía. Cuál sería su sorpresa cuando sus ojos se adaptaron a la luz precaria, y pudo distinguir a una anciana minúscula, con el cabello esponjado casi hasta el techo, y una sonrisa ridícula de par en par, cuya única pretensión era ofrecerle un rico mango que ella ya había mordido. Necesitaba respuestas para comprender esta situación, pero comunicarse con ella no sería tan fácil, no sólo por el idioma, sino porque la dama no las tenía todas consigo…



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