Capítulo 1: El hombre al pie de la escalera.
Los Garduño no somos héroes, ni
nada que se le parezca. Sólo cumplimos con un deber ciudadano. La verdadera protagonista de esta historia siniestra
lleva muerta como cien años. Yo sé que a la gente le interesa mucho
saber cómo fue que encontramos los antiguos tesoros de este pueblo, que les recordamos a las autoridades que está en bancarrota, y con problemas para proveer de agua y
electricidad a todos sus habitantes, y es por eso que acepté esta entrevista,
no porque nos interese la notoriedad, sino porque también queremos difundir que
con todas las vasijas prehispánicas, obras de arte y documentos históricos que se encontraron, la fama
de aldea polvosa llena de palurdos y pollos trespeleques dejará de pesar sobre
nuestros hombros... si logramos mejorar nuestras condiciones de vida. Como sea, cualquiera que hubiese vivido en nuestra
casa podría estar sentado aquí, contando lo mismo, o en la cárcel por haber cometido robo a la nación o daño a materiales arqueológicos, cosa que -recalco- nosotros evitamos completamente.
Desde niños, mi padre y el
fallecido tío Abel habían notado esa fea tapa de metal oxidado en el piso del
patio, pero supusieron que debajo habría conexiones eléctricas, tubos o una
alcantarilla, o más bien es posible que ni siquiera hayan pensado mucho en ella.
Casi cuarenta años más tarde, cuando ya eran sus nietos los que jugaban fútbol
en el mismo espacio, el constante asiento del agua de lluvia ocasionó que la
herrumbre abriera un agujero. Fuimos negligentes para atender este problema,
hasta que una muñeca de mi hija cayó por allí. Se alcanzaba a ver desde afuera
una orilla de su vestido rosa con flores, pero era imposible alcanzarla, al
menos no sin arriesgarse a contraer tétanos, así que, después de comprobar que
estaba soldada y era imposible abrirla, mi hermano y mi esposo quitaron la tapa
por completo con una palanca de metal y un mazo, porque de todas formas ya era
necesario removerla. Descubrimos una escalinata de piedra empinada, que
descendía hasta desaparecer en la oscuridad. Los niños, curiosos y emocionados,
intentaron bajar, pero nosotros lo impedimos. Fue mi hermano Domingo el que
trajo una linterna y entró. Los peldaños eran angostos, apenas lo suficiente
para recargar la mitad del pie, y el espacio tan reducido, que Domingo no podía
abrir los codos más de cinco centímetros. Conforme bajaba, el aire se hacía
cada vez más viciado y escaso, pero continuó, hasta que pisó algo duro y
crujiente. Cuando apuntó con la linterna y visualizó los huesos de una mano,
soltó un grito escalofriante, y perdió el equilibrio. Salió asustado, con
claustrofobia, sucio y repleto de raspones. Pensamos en llamar a la policía,
porque lo primero que se nos ocurrió es que era un narco-túnel, o cualquier
otro narco-asunto, pero poco tardamos en pensar más claramente y recordar que
esa tapa llevaba cerrada demasiados años.
Domingo, nuestros primos, nuestros respectivos
cónyuges y yo improvisamos la manera de cerrar el acceso a la escalera con una
puerta que se había roto, y nos prohibimos mutuamente, en especial a nuestros
hijos, bajar sin haber decidido lo que correspondía hacer, y porque ese agujero
en el suelo era una fuente de peligros. Sin embargo, mi papá y su esposa
Erminia, a pesar de su avanzada edad, no tenían la menor intención de respetar
el acuerdo, y, como era su casa, al día siguiente, después del almuerzo, se resolvieron a explorar en nuestra ausencia. Se armaron con varias linternas, y emprendieron
el descenso, sin que les importara ni un solo momento la osteoporosis de él,
que no se pudiera respirar, o saber que se encontrarían con un esqueleto a los
pocos metros, lo cual hacía del sitio una posible escena del crimen. Creo que
incluso tenían un gran interés morboso por examinar la osamenta. Ellos pudieron alumbrar mejor el estrecho
pasadizo, y en efecto allí estaba lo que alguna vez fue un hombre, a juzgar por
lo que quedaba de su ropa ya casi desintegrada, tendido a lo largo de los
últimos escalones, los cuales desembocaban en una pared, que era el inicio de
otro corredor hacia la derecha. También para papá y Erminia respirar se había
hecho un poco difícil, pero querían asomarse al menos a lo que seguramente era
un túnel secreto, “tal vez de la época de la colonia”. Creo que ambos viejos se
sentían como en una película de acción o se habían tomado un par de tequilas
así de temprano –son capaces-. El caso es que mi padre esquivó los restos sin
cristiano descanso del pobre difunto, e incluso los movió con un pie, y se
dispuso a mirar lo que habría al final de la escalera. Sin embargo, Erminia notó,
mientras él se recargaba con el brazo del lado en que llevaba su linterna, que
había algo escrito en la pared, que allí dejaba de ser escarpada y rocosa, con una tinta terracota, deslavada y extraña.
Decía “La señorita Blancarte está detrás del ar…” y allí se cortaba. Erminia
tuvo un rapto súbito y breve de prudencia, y le pidió regresar.
—No seas collona, vieja.
Bajaron entonces hasta donde
iniciaba el susodicho túnel, y descubrieron que allí, aunque seguía oliendo a
caño, se respiraba mejor, y había unos círculos tenues de luz del día en el
piso putrefacto. De repente, mientras trataban de investigar de dónde entraba esa luz, hubo un estruendo a sus espaldas.
Al quitar el
marco de la antigua puerta oxidada, se había cuarteado el pavimento del patio,
uno de los principales motivos por los cuales decidimos clausurar el acceso
hasta traer a las autoridades o a algún ingeniero. Gran parte del piso se derrumbó sobre la escalera, por lo cual papá y Erminia se
habían quedado encerrados, y no tenían más opción que seguir adelante.
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CONTINUARÁ...
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