Hace algunos
años, Lidia se mudó a un vecindario tranquilo y sencillo. Debajo de su
departamento estaba una minúscula tienda de abarrotes, a los flancos, más
viviendas austeras de clase media, y enfrente había un caserón vacío que
desentonaba con su entorno en dimensión y forma. Aquella casa, que abarcaba
toda la manzana, era un champurrado de estilos europeos y mexicanos, más o
menos conservada, aunque tenía daños estructurales visibles. La pintura azul
marino descascarada aún se percibía en sus techos, y la fachada blanca tampoco
estaba particularmente derruída. A veces, un rayo de sol se colaba entre las
ventanas rotas, y relumbraba algún color dorado o rojo que daba la ilusión de
vida, pero inmediatamente se disipaba. El autobús en el que regresaba Lidia de
su trabajo se detenía exactamente en la entrada de esa casa, por lo que, al
bajar, sus ojos se topaban a diario con la presencia de una sillita vieja y
gastada que permanecía debajo de un arco después de la reja de hierro. Un día,
el autobús tuvo que dejarla unos metros antes, porque un gran camión de mudanza
estaba frente a la casa abandonada. Dos hermanas, sus hijos variopintos y el
esposo de una de ellas la ocuparon esa misma noche. A lo largo de los meses, la
casa se fue recuperando a base de reparaciones, pintura y jardinería. Respetaron
los colores originales, pusieron césped, y aunque no podría decirse que era el
jardín de Versalles, hicieron crecer algunas plantas decentes alrededor
de los columpios que instalaron. Dos coches compactos del año y una motocicleta
entraban y salían de allí sin cesar. Sin embargo, a Lidia le llamó la atención
que a pesar del bullicio y de que a su alrededor habían mutado el arco, la
loseta, el jardín y hasta la reja, la sillita sola y desvencijada siguió
durante años exactamente en el mismo lugar. Nunca la recorrieron un centímetro,
ni repararon ninguna de sus roturas y el óxido del respaldo. A Lidia esto le
intrigaba, pero apenas y saludaba a sus vecinos, como para preguntarles al
respecto.
Con quien
comenzó a relacionarse fue con Paco, el chico del departamento de arriba,
porque coincidió con que se hizo novio de su prima por otro lado. A partir de
entonces, la prima iba al edificio, y se tomaban una copa junto con otros amigos en casa de
él o en la de Lidia. En alguna de esas ocasiones, Paco sacó unas fotografías
viejas para demostrar que no se veía nada bien sin bigote. Entre ellas había
una en la que estaba con unos amigos, sentado en la acera opuesta, con cara de
nabo invertido, en efecto, pero lo que hizo que Lidia se interesara en la
imagen era que se distinguía la casa de enfrente, donde, sentada en
aquella sillita de la entrada, una anciana tejía.
Lidia se
enteró esa tarde de que se llamaba doña Celia y era la abuela de las dos
hermanas. Cuando Lidia recién llegó, la venerable señora acababa de fallecer.
La casa permaneció desocupada muy poco tiempo, pero estaba en mal estado por la
edad y el poco interés de su dueña. Sus hijos y nietos casi no la visitaban,
aunque le pagaban todo. La señora Celia conocía el nombre de todos sus vecinos,
y se interesaba por sus problemas. Mientras tejía bufandas para su prole
durante horas, o remendaba trapos, repartía saludos elegres y consejos a los
muchos que se detenían a conversar. También se le veía en su cocina limpiando
por encima con trabajos o haciéndose algo de comer, salía a misa, y veía sus
telenovelas, pero la mayoría de su tiempo lo gastaba sentada en la entrada. Al
final, ya no tejía, sólo se quedaba allí y clavaba sus pequeños ojos opacos en
un punto fijo. Su anterior entusiasmo se desvaneció y ya solo saludaba con un
ligero movimiento de cabeza y un remedo de sonrisa. Un tarde se fue a
dormir y nunca más despertó. Por amor o por culpa, sus nietas no se atrevían
a quitar la sillita donde pasó la mayor parte de sus últimos años.
Esta
historia afectó a Claudia, la mejor amiga de Lidia, en lo más profundo. Cuando
se despidió de aquella reunión, cruzó la calle para tomar un taxi, pero en
lugar de eso observó la sillita oxidada durante algunos minutos, hasta que
empezó a caer una ligera lluvia. Lidia, sin que ella lo advirtiera, miró a
Claudia desde la ventana, y adivinó lo que estaría pasando por su mente.
Cuando
Claudia regresó a casa, se decidió a llamar a su madre.
—...tenemos
que hacerlo, mamá. Si tú no quieres, yo me encargaré.
La madre no
quiso escuchar más. Claudia, que durante esos dos años prefirió pagar la renta
de un departamento vacío a mencionar el tema, se llenó de decisión de repente. Llegó
al edificio verde de la calle Osa Mayor, y le pareció todo tan familiar y ajeno
a la vez que no supo cómo sentirse. Respiró profundo y entró directo al
elevador antiguo. En el segundo piso no pudo soportar las reminiscencias, y
detuvo el artefacto de golpe. Después de verse en aprietos para abrir la reja
plegable y gatear, porque el elevador no se había alineado aún con el piso,
estuvo a punto de bajar corriendo las escaleras, pero le pareció estúpido
seguir huyendo. Dio media vuelta y subió lentamente hasta el cuarto piso.
Estaba
frente a los números color dorado del 4-C. La llave quemaba en su bolsillo. Por
fin, la introdujo. La puerta se abrió sola. De adentro salió un olor
desagradable, a humedad, cochambre y polvo de años. Todo estaba igual, sucio y
estropeado, pero en el mismo sitio donde Alfonso lo había dejado. Claudia cerró
la puerta tras de sí y lloró todos los llantos reprimidos. Miró a su alrededor,
sin moverse de la entrada. Allí estaba el teléfono donde su hermano menor se
sentaba a hablar con ella por horas, la hielera de las cervezas sobre la barra
de la cocina, los trastes siempre sucios que tanto le molestaban a mamá, el
basurero repleto de vasos y platos desechables, las colillas en el cenicero, la
figura de plástico de Homero Simpson engalanando la mesa de centro y las
cortinas feas de platanitos que Alfonso se llevó de la casa cuando decidió
independizarse.
Claudia sacó
bolsas de basura e introdujo todos los objetos que se le ponían enfrente sin
discriminar, pero despidiéndose de cada uno con ceremonia. Evitó a toda costa
entrar a la recámara, cuya puerta entreabierta era como una pesada amenaza. Por
fin, llegó el camión de carga que había contratado. Subió un señor que,
al igual que el Homero de la mesita, tenía medio trasero de fuera, inspeccionó
la cantidad de muebles y basura que tendrían que sacar, y procedió a traer a
sus cargadores. Uno de ellos abrió la puerta de la recámara sin el menor
reparo, ignorante de lo que había ocurrido allí. Entonces Claudia despertó de
su aturdimiento, y vio en toda la plenitud de la realidad el enorme ventilador
de techo, todavía un poco roto por un lado, al vencerse con la cuerda de la que
se colgó Alfonso. Nunca sabrían por qué tomó esa decisión intempestiva, no era melancólico, ni
sabían que tuviera algún problema, y no poseía precisamente un alma sensible de
poeta...
Claudia sólo se llevó consigo una foto instantánea de cuando eran niños, que estaba pegada en el refrigerador. Era de las vacaciones de verano del '86. Claudia recordó que en aquella ocasión, en el coche de regreso de la playa, su familia pasó junto a un accidente. Habían atropellado a un niño en su bicicleta, y éste había muerto. Se tuvieron que quedar parados cerca del lugar hasta que recogieron el cuerpo. Cuando se despejó todo, y pudieron avanzar, Claudia y Alfonso se pusieron de rodillas para asomarse por el medallón del auto, a través del cual contemplaron la bicicleta rota que había quedado abandonada en el pavimento, hasta que se perdió de vista.
LA ULTIMA ROSA DEL VERANO, de un poema de Thomas Moore:
Es la última rosa del verano, la dejaron floreciendo sola
Todas sus adorables compañeras se desvanecieron y se han ido
Ninguna flor de su parentela, ningún capullo está cerca
Para reflejar de vuelta sus rubores y dar suspiro por suspiro
No dejaré, solitaria, languidecer tu tallo
Ya que las hermosas están durmiendo, ve a dormir con ellas
Así , gentilmente, disperso tus pétalos sobre la cama
Donde tus compañeras del jardín se encuentran sin perfume y muertas
Y así tal vez pronto yo te siga, cuando las amistades se deterioren
Y del círculo brillante del amor las gemas caigan
Cuando los corazones honestos yazcan marchitos
y los corazones amados hayan volado
¿Oh , quién habitaría este mundo sombrío en soledad?
Este mundo sombrío en soledad.
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