miércoles, 30 de enero de 2013

ENCUENTRO ONÍRICO


Era sábado a la noche, y me acababan de pagar la quincena, así que me dije: “¿Por qué demonios no te lanzas por unas chelas con el Morris?” Como, a pesar de que era pésima idea, no había nadie que la objetara, le llamé al Morris, y allí estábamos, diez o quince minutos después, en el  viejo auto que sus padres le regalaron en la prepa y al que tantas quemaduras de cigarrillo le había infligido yo en su pobre asiento trasero. Después de un par de cuadras propuse osadamente que condujera hacia Le Champignon, ese restaurante donde cobraban todo ocho veces más caro de lo que en realidad valía, porque al parecer ese es el impuesto oficial por ponerle nombre francés a tu changarro. Pero así me sentía en ese momento: pretenciosa y despilfarradora. El Morris me reclamó que no le hubiera dicho nada, porque así se habría acicalado un poco más, y tenía toda la razón, porque gracias a su facha de Charles Manson con el guardarropa de Elton John, no nos dejaron pasar. Entonces fuimos a cualquier bar de los que había en la misma avenida. Morris se encontró a un amigo de la facultad, y empezaron a debatir, o para ser más precisa, a lanzarse mutuamente bloques de plomo entre filosóficos y cantinflescos, y yo me sumí en un profundo sopor.

No sé si por eso me quedé dormida o si me dieron una cerveza adulterada, pero de repente había una mujer con la cara muy redonda y morada en lugar del Morris. Me preguntó: “¿Usted, quién es?”, y yo no supe qué contestar, porque a decir verdad todavía hoy no tengo idea de quién soy, y luego cruzó la pierna en un ademán que no distinguí si era cursi, elegante o un síntoma de la enfermedad de Huntington. A continuación, caí en la cuenta de que todo el antro estaba vacío, y yo estaba a merced de la mujercita púrpura. “O yo estoy a merced de usted, depende de cómo lo mire”. ¡Carajo!, encima sabía leer el pensamiento. “Tú también estás leyendo mi pensamiento, tonta”. Era cierto, el delicado esperpento no movía la boca, yo podía escucharla… y al parecer ya había tomado suficiente confianza como para tutearme. “¿Qué mayor confianza que estar flotando en las mismas aguas, no crees?”. Puso su mano sobre la mía, e inesperadamente me sentí confortada, como si estuviera con una amiga de toda la vida. Le inquirí si sabía qué había pasado con todos, y por qué estábamos juntas, pero resultó que manejaba la misma información que yo. Decidí marcharme a mi casa, simplemente porque supe que era el momento adecuado, y ella me despidió con una frase que no logré recordar hasta meses después.

Desperté en mi cama, con una espantosa resaca, y el Morris a un lado. “¿Por qué con el Morris?”, pensé, con la esperanza de haber usado protección, o Dios sabe qué engendro surgiría de dos bichos como nosotros.  Desde luego, nunca más salí con él, y él nunca me dirigió la palabra.

Semanas más tarde, fui a comer a casa de mis padres, y como ya no había otra cosa que contar, decidieron confesarme que yo tenía una gemela, pero nació muerta. Durante algunos días, conviví con su cadáver en el vientre, hasta que se dieron cuenta y practicaron la cesárea de emergencia. Cuando la sacaron, tenía la cara violácea y abotagada por la insuficiencia pulmonar que la mató. Fue muy traumático para mis padres, y por eso decidieron no contármelo, hasta aquel momento.  

Desde luego, a partir de entonces no dejé de pensar en mi ensoñación etílica, ¿Acaso me había comunicado en espíritu con mi hermana? ¿Era un recuerdo del vientre? ¿Una premonición de lo que mis padres planeaban revelarme pronto? ¿Simple coincidencia? Nunca sabré la respuesta, pero por lo menos sé lo último que me dijo ella en aquel insólito sueño: “Nos volveremos a ver”

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