miércoles, 7 de mayo de 2014

UN TÍTERE ROTO.


El abuelo de Amanda era dueño de una juguetería de gran éxito, que sería como cualquier otra, excepto porque tenía la característica especial de incluir un hospital de muñecas. Desde adolescente, Amanda aprendió a restaurar, y pronto se volvió aún mejor que su abuelo y su fallecida madre a la hora de dejar cualquier juguete como nuevo. Para su familia, el hospital de muñecas había sido siempre una tradición sagrada, y ella no podría jamás decirle a su abuelo lo harta que estaba de insertar cabellos y pintar caritas descascaradas, también porque era su único sustento y él ya no tenía la fuerza para atender el negocio. Sí le comunicó que quería estudiar, aparte de seguir atendiendo el taller por la tarde, y el abuelo la apoyó con aparente aplomo, pero se enfermó de gravedad el mismo día en que ella tenía su examen de admisión.


—Güerita... ¡Güerita!

Amanda se vio obligada a cortar la discusión mental que mantenía en ese momento con una enemiga que no veía desde que salieron de la secundaria, en la que por fin le soltaba todos los argumentos que se le ocurrieron tarde, porque frente al mostrador estaba un cliente.

—¿Qué quiere, señor?

—Supe que asté arregla monos aquí.

—Sí, está bien informado.

—Pues tengo este títere roto, que ya está re viejo, pero que quieren mis hijos quesque pa' usar en una cosa de la escuela... yo ya lo iba a tirar.

—Muéstremelo, por favor.

El señor, que obviamente tenía poco de haber salido de alguna comunidad rural, sacó de su cesto un títere artesanal , como una especie de mojiganga, pero del tamaño de un hombre. Amanda lo cargó, asombrada, pues se parecía considerablemente a Silvio, el hijo del sastre, que ella admiró en secreto desde que cruzaron un par de palabras cuando llegó a comprar un móvil para el bebé de su hermana, hasta que él había fallecido de un infarto ocho meses atrás, en un partido de fútbol de aficionados. 


—Sólo se necesita reparar el brazo y la mejilla rotos, y algo de pintura y barniz, no le va a salir muy caro.

—Menos mal, güerita.

—Venga por él el viernes.

Amanda observó el títere y pensó en todas aquellas veces que espió a Silvio, y por un instante fue como si estuviera allí, fumando un cigarro, sonriendo, caminando por la calle, bromeando con un maniquí de su padre, o cuando quiso morirse al verlo con su novia justo cuando ya casi se decidía a hablarle cualquiera de esos días. Decidió que no podía seguir viviendo así, que era el momento de cerrar la juguetería que le estaba robando todas sus horas. Al entrar a la cocina para notificar su decisión, su abuelo tomaba un chocolate sobre el desayunador. Se veía tan frágil, pero aún así se las arregló para recibirla con una sonrisa tierna.

—Fui al médico hoy, hija. Me recetó otras pastillas, pero están bien caras. Lo bueno es que ya viene Navidad y día de Reyes, ¿verdad?

—Sí, abuelito, no te preocupes que nos va a alcanzar perfecto.

Frustrada otra vez, Amanda no pudo dormir, así que bajó a reparar el títere roto, pero hizo mucho más de lo que era necesario: lo pintó de tal forma que lo dejó idéntico a Silvio.

El viernes, el dueño del títere fue a recogerlo. Amanda se encontraba un poco nerviosa por lo que iba a hacer, pero se atrevió.

—Buenas, güerita.

—Buenas, señor Orduña. Le tengo una muy mala noticia.

—No me diga...

—Tuvimos un incendio en la bodega, y su títere se quemó totalmente. Para recompensarlo, le voy a regalar dos juguetes nuevos de la tienda. De verdad, mil perdones.

—Bueno... pues no se preocupe. Como le dije, yo ya lo quería tirar.

—No sabe qué pena me da...

Esa noche, Amanda sí durmió bien, tal vez porque lo último que vio fue a Silvio, recostado junto a ella.

Image courtesy of Marcus74id / FreeDigitalPhotos.net
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