Corría el año de 1967 y el señor Pimentel, uno de los más ricos de la ciudad, había acudido con su esposa y sus dos hijas al hipódromo. Negrito Gómez se coló gracias a que los invitaron a él y a su amigo Jonás a entretener a la concurrencia. Al señor Pimentel, de carácter jocoso, le gustó su espectáculo cómico y los invitó a actuar en una reunión que daría el siguiente día, donde recibiría a un duque que venía de España a conocer el país.
Negrito pensó, como siempre lo hacía, en su maestra Altagracia, y en cuánto le hubiera gustado asistir a una fiesta así, ella que había conocido la pobreza y los círculos selectos por igual, aunque luego se acordó de que no era muy fanática de la alta burguesía, y supuso que a lo mejor no.
La única vez que
Negrito Gómez había visto personas tan distinguidas fue cuando tenía
diez años y trabajaba con un pescador. Un barco color vino encalló en el
puerto de Veracruz y el negrito alcanzó a ver en cubierta a unas damas hermosas -o al
menos a él le parecieron hermosas- que se sujetaban el sombrero para que el
fuerte viento no se lo llevara. Aún recordaba vívidamente los colores ocres de
sus vestidos, sus rizos castaños despeinándose y sus perritos ridículos corriendo por todos lados.
Al
Negrito le llamaban Negrito Gómez porque una señora que así se apellidaba lo
libró de las crueldades de la calle cuando era pequeño, y como todos le decían “Oye,
negrito” para acá, y “Oye, negrito” para
allá, se le quedó Negrito como nombre de pila, pero la verdad es que no tenía identidad
oficial, ni idea de quiénes habían sido sus padres. El caso es que la señora Gómez
era una dama admirable que tenía ocho hijos y se dedicaba a remendar vestidos,
y aún así permitió al chiquillo famélico dormir en su casa y le dio de comer. Cuando
el niño consiguió trabajo con el pescador, un anciano que vivía solo en una choza en la playa, le prometió a la señora Gómez que seguiría yendo a la
escuela pública y se fue a vivir con él, porque le dio compasión el pobre
ermitaño. Cuando el señor ya nunca regresó del mar, Negrito volvió con la señora Gómez, a quien le
iba un poco mejor porque había conseguido un trabajo extra en un teatro como
vestuarista. Le consiguió un trabajo a Negrito allí, limpiando los pisos y las butacas. Era un teatro húmedo
con las cortinas pardas y raídas, que albergaba a una compañía amateur, excepto
por la señora Altagracia Manrique, que era una excelente actriz. Cuando la señora Altagracia era joven,
la corrieron de su casa por sus aspiraciones artísticas, pero luego tuvo éxito en la
ciudad de México, y entonces buscaron la reconciliación para presumir de su
talento con sus amistades. Pero desde que había caído en desgracia otra vez, la acusaban
de estar loca. Negrito sabía que, aunque era un poco melancólica, estaba más cuerda que él. A través de los años, ella
le enseñó a Negrito a bailar, cantar y tocar el requinto, y pulió sus modos y su cultura, sin cobrarle un centavo, porque eran buenos amigos y ella tenía fe en él. Altagracia era bella, aunque las arrugas ya surcaban su rostro, y tenía
muchos amigos cultos que organizaban bohemias en su casa. A veces Negrito lloraba porque las líneas de sus facciones se habían ido borrando de su mente, y no tenía ninguna fotografía suya.
Altagracia tenía una gran colección de discos de música clásica, y el favorito de Negrito era uno de Chopin, que ella le regaló la última vez que se vieron antes de que sus hermanas se la llevaran a un
hospital y nunca la pudiera encontrar.
Triste por todo esto, fue por la bendición
de su madre, la señora Gómez, que le dio un poco de dinero y un itacate, y decidió irse a la ciudad de México, como la señora Altagracia le había recomendado, con un
par de camisas y el disco de Chopin como único equipaje. Al principio, durmió en la calle mientras
tocaba el requinto y cantaba por el día para obtener dinero. Buscó a los antiguos amigos de su mentora, pero, aunque algunos lo recibían con amabilidad, le daban largas o le decían que su compañía o elenco ya estaban completos. Le aseguraban que le llamarían, pero Negrito no tenía casa, mucho menos teléfono. Luego
descubrió un albergue para vagabundos, y consiguió trabajo de obrero, donde
conoció a Jonás, que era payaso en la Alameda Central, y armaron un espectáculo
juntos.
Fue así como los vieron y los invitaron al
hipódromo, y allí estaban, en un salón de la mansión Pimentel, donde las
damas con vestidos de marca los miraban como si estuvieran hechos de mierda. Los europeos se divertían con ellos como si fueran dos changos del circo. Lo que le pareció triste a Negrito de no sentirse ofendido, es que era signo de que ya se habían acostumbrado a esos tratos. El espectáculo terminó y querían
despedirse del señor Pimentel, y que les pagara lo prometido, pero estaba
ocupado porque se acababa de encontrar a una vieja amiga suya. Para acceder a él se vieron obligados a atravesar la fiesta, lo cual disgustó a los invitados, que se abrieron como el mar rojo a su paso.
Alcanzaron a escuchar cómo uno de los yernos de Pimentel comentaba el buen
negocio que había sido casarse, en un supuesto tono de broma. Finalmente, el señor Pimentel los
vio, les dio palmadas en la espalda, con auténtico agradecimiento, y, además de pagarles lo
convenido, les regaló cigarros y dos pasteles.
—A sus órdenes, cuando guste.— le dijeron,
y volvieron a sus casas de lámina.
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