miércoles, 19 de febrero de 2014

LA MUJERCITA


 
Érase una vez una pequeña señora de aspecto común, pero que tenía una particularidad: era adictiva. Su cuerpo despedía una sustancia parecida a la heroína, que al moverse se propagaba por todos los lugares donde se hubiera parado, mezclada con su aroma personal, por lo que, aún sin verla jamás, la gente que transitaba por, digamos, la calle por la que ella había paseado a su perro en la mañana, sentía una inexplicable ansiedad y comenzaba a necesitar su presencia, sin saber ni siquiera qué era lo que buscaban. 

No siempre había sido así en su vida, por el contrario, ella sufrió y se quejó siempre por considerarse insignificante. No era la favorita de sus padres, los hombres que amó no la correspondieron, nunca destacó en ninguna actividad, y sus amigos la olvidaban fácilmente. Por eso, sus sobrinos notaron que algo raro pasaba cuando no querían hacer otra cosa más que visitar y agradarle a la vieja tía, que antes consideraban tan aburrida, y más aún se sorprendieron con las múltiples visitas inesperadas de los vecinos y transeúntes desconocidos que le obsequiaban objetos costosos, y de los muchos jovencitos dispuestos a endulzar sus noches. Desde luego, la dama era feliz al principio, pero la situación fue subiendo de tono. La pobre señora ya nunca podía estar sola, y no todas las personas que añoraban su  presencia eran deseables para ella, ni expresaban su necesidad de manera adecuada. Una chica empezó a lamerle el brazo en la frutería, por ejemplo. Una terrible noche, varios hombres irrumpieron en su recámara, y se pelearon entre sí, hasta que uno terminó muerto. Ella decidió que tenía que tomar alguna acción, y llegó a un hospital pidiendo ayuda de la ciencia. Le hicieron diversos estudios, y descubrieron que el problema, que nunca habían visto antes, se encontraba en sus glándulas sudoríparas, y no tenía solución, excepto confinarla a un refugio subterráneo.

Sus sobrinos desconocían dónde estaba ella realmente, y, cuando fueron a verla, encontraron a una multitud tratando de introducirse a su casa con desesperación. Llamaron a la policía, pero eso solo equivalió a incorporar otros dos individuos a la horda de adictos perturbados. La violencia de sus intentos por irrumpir en la casa creció en proporción a los minutos que transcurrían, y, de romper ventanas a puños, que por suerte estaban enrejadas, pasaron a embestir los muros con sus vehículos, hasta que lograron derribarlos. Muchos murieron esa tarde, atropellados o apisonados. Cuando todo pasó, no encontraron a la mujercita adictiva, y también la dieron por muerta. Algún periódico sensacionalista puso que se la habían comido. Lo que sí era verdad fue el descubrimiento de que la casa estaba sobre el yacimiento de un elemento radiactivo, hasta aquel momento desconocido, cuyos vapores generaban adicción. Hoy es una zona evacuada y blindada.

Pero la señora no murió, hasta doce años más tarde. Eso sólo lo sabemos los que trabajamos en el hospital, en cuyos sótanos pasó la última etapa de su vida. Guardamos el secreto por seguridad, y nos encargábamos de proveerle todo lo que necesitaba, a cambio de estudiar su caso. No podíamos exponernos demasiado a su presencia, obviamente, y ella se comunicaba con nosotros por el chat interno. Extrañaba sus flores, sus discos, sus clases de salsa, a sus compañeras de la Iglesia y a su perro. A sus sobrinos, no. Lo último que le escribió a alguien fue que daría cualquier cosa por ser insignificante otra vez. 


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