Érase una vez una pequeña señora
de aspecto común, pero que tenía una particularidad: era adictiva. Su cuerpo
despedía una sustancia parecida a la heroína, que al moverse se propagaba por
todos los lugares donde se hubiera parado, mezclada con su aroma personal, por
lo que, aún sin verla jamás, la gente que transitaba por, digamos, la calle por
la que ella había paseado a su perro en la mañana, sentía una inexplicable
ansiedad y comenzaba a necesitar su presencia, sin saber ni siquiera qué era lo
que buscaban.
No siempre había sido así en su
vida, por el contrario, ella sufrió y se quejó siempre por considerarse insignificante. No
era la favorita de sus padres, los hombres que amó no la correspondieron, nunca
destacó en ninguna actividad, y sus amigos la olvidaban fácilmente. Por eso,
sus sobrinos notaron que algo raro pasaba cuando no querían hacer otra cosa más
que visitar y agradarle a la vieja tía, que antes consideraban tan aburrida, y
más aún se sorprendieron con las múltiples visitas inesperadas de los vecinos y
transeúntes desconocidos que le obsequiaban objetos costosos, y de los muchos
jovencitos dispuestos a endulzar sus noches. Desde luego, la dama era feliz al
principio, pero la situación fue subiendo de tono. La pobre señora ya nunca
podía estar sola, y no todas las personas que añoraban su presencia eran deseables para ella, ni
expresaban su necesidad de manera adecuada. Una chica empezó a lamerle el brazo
en la frutería, por ejemplo. Una terrible noche, varios hombres irrumpieron en
su recámara, y se pelearon entre sí, hasta que uno terminó muerto. Ella decidió
que tenía que tomar alguna acción, y llegó a un hospital pidiendo ayuda de la
ciencia. Le hicieron diversos estudios, y descubrieron que el problema, que nunca habían visto antes, se
encontraba en sus glándulas sudoríparas, y no tenía solución, excepto confinarla a un refugio subterráneo.
Sus sobrinos desconocían dónde
estaba ella realmente, y, cuando fueron a verla, encontraron a una multitud tratando de
introducirse a su casa con desesperación. Llamaron a la policía, pero eso solo
equivalió a incorporar otros dos individuos a la horda de adictos perturbados.
La violencia de sus intentos por irrumpir en la casa creció en proporción a los
minutos que transcurrían, y, de romper ventanas a puños, que por suerte estaban
enrejadas, pasaron a embestir los muros con sus vehículos, hasta que lograron
derribarlos. Muchos murieron esa tarde, atropellados o apisonados. Cuando todo
pasó, no encontraron a la mujercita adictiva, y también la dieron por muerta. Algún periódico sensacionalista puso que se la habían comido. Lo
que sí era verdad fue el descubrimiento de que la casa estaba sobre el yacimiento de un elemento
radiactivo, hasta aquel momento desconocido, cuyos vapores generaban adicción. Hoy es una zona evacuada y blindada.
Pero la señora no murió, hasta doce
años más tarde. Eso sólo lo sabemos los que trabajamos en el hospital, en cuyos
sótanos pasó la última etapa de su vida. Guardamos el secreto por seguridad, y
nos encargábamos de proveerle todo lo que necesitaba, a cambio de estudiar su caso. No podíamos exponernos demasiado a su presencia, obviamente, y ella se comunicaba con
nosotros por el chat interno. Extrañaba sus flores, sus discos, sus clases de
salsa, a sus compañeras de la Iglesia y a su perro. A sus sobrinos, no. Lo último que le escribió a
alguien fue que daría cualquier cosa por ser insignificante otra vez.
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