Capítulo final: Azucena es el cofre del tesoro.
¿Alguna vez le ha pasado que se le cae un objeto de cristal
y se estrella con excesiva fuerza contra
el suelo? Aunque se recuperen todas las partes, ya sólo se puede intuir la
forma que solía tener. Eso se puede decir de esta historia. No obstante, el
resultado fue congruente. Creo que sería aburrido detallar cada testimonio y
objeto que jugó el papel de astilla desperdigada -para seguir con la analogía-
pero éste fue el resultado, y debe estar
cerca de la verdad completa, ya que se llegó a lo que importaba: la
ubicación de los antiguos tesoros de nuestra tierra.
La señorita Azucena Blancarte encontró el secreto de Joaquín,
y descubrió que llegaba a la casa del doctor Enríquez y la que actualmente pertenece
a los Ayala, pero que entonces era morada de otra familia, de la cual formaba
parte un joven cadete. No se sabe si sólo por su cumpleaños, o con pretexto de
encontrar esposo y no seguir en manos de su “tío” viudo, Azucena convocó a una
fiesta, y eligió como pretendientes precisamente al doctor y al cadete. Pero en
realidad lo que buscaba era a los cómplices perfectos para trasladar las
riquezas paulatinamente a su dueño original: el pueblo. ¿Qué cómo es que se demostró que Azucena y sus dos amigos no
querían quedarse con todo? Porque el status económico de los tres al parecer no
varió (del cadete no se sabe mucho, excepto que terminó sus días debajo de
nuestro patio), porque no huyeron en los muchos años que duró su plan, y porque
al estallar la guerra ese plan se transformó en uno nuevo e igualmente noble:
ayudar a las personas a resguardar a sus familias y sus bienes. Entre ellos
estaba el dueño de una tienda de pianos, que se construyó una bodega, por
ejemplo. Tanto tiempo estuvieron subiendo y bajando a construir refugios allí,
que hasta terminaron aprovechando el salón abovedado sin terminar del cuarto brazo del túnel
para hacer un salón de fiestas. Así, mientras sobre su cabeza se fraguaban los
horrores bélicos que inspiraron a Mariano Azuela, ellos danzaban y convivían,
para fantasear por un instante con que no se les había desmoronando la vida. No sólo era una fortaleza de
protección para un nutrido grupo de ciudadanos, sino también un escape de su
realidad brutal.
En cuanto a los bienes que Azucena le confiscó a Joaquín, en
nuestras casas no había nada, así que en alguna cámara subterránea tenía que
estar el sitio donde se guardaban los preciados objetos. Tras revisar cada intersticio,
los antropólogos encontraron en aquel salón en ruinas que, debajo de la pata de
lo que solía ser otro gran piano, la última loza del suelo de mármol tenía
una pequeña cerradura. Por supuesto, lo “fácil” era destruir el piso y olvidarse
de la llavecita que abría la trampilla, pero este descubrimiento ya es patrimonio
de la nación, la estructura del salón está, de por sí, dañada por la naturaleza,
y, como les comenté, están pensando en aprovechar este bonito lugar como atracción
turística. Además, en teoría sabíamos dónde estaba la llave: bajo la piel de un muslo de Azucena. El problema es que en 1921 encontraron el cuerpo acribillado
de Joaquín, en una casa ya prácticamente
vacía, pero el de ella, jamás. Obviamente, el cadete iba a darle el mensaje al
doctor de dónde estaba Azucena, cuando él mismo fue alcanzado por algún grupo armado
que había descubierto el recinto. “Detrás del ar…”, decía lo que alcanzó a
dibujar en la pared, ¿ar …mario? Es posible que el doctor no lo haya visto,
pues decidió sellar la entrada para siempre, seguramente lleno de dolor por el
desenlace trágico del intento por salvar a su localidad, o por lo menos alguna
parte de ella, o simplemente por su propia seguridad. Luego se vino encima el
resto del siglo XX, y el doctor calló, hasta que su demencia le sacó fragmentos de la gran aventura. El
caso es que “armario” era lo más lógico, pero en la que fue casa de Azucena ya
no quedaba ni un vestigio congruente de mobiliario, y en las nuestras ya se
había cambiado como cinco o seis veces a lo largo de generaciones, ni las paredes
no estaban huecas. Tal vez era un esfuerzo inútil y Azucena huyó. Eso sospechábamos, cuando, en la habitación subterránea en cuya pared pendía el retrato desolador de unas niñas, por fin encontraron detrás de lo que al
parecer era, en efecto, un armario, un ataúd empotrado en la pared de ladrillo. Adentro estaba el esqueleto de una mujer
con un vestido casi intacto, y, recargada en su fémur, la llave. Por fin, los
cuerpos de Azucena, el cadete desconocido, y ciento y pico personas que
murieron por impactos de bala, o (se presume) inanición, tuvieron un entierro
digno, y la pesada loza de mármol descubrió el tesoro local que por largo tiempo cobijó.
Ojalá que esto sea un símbolo de que las cosas se pondrán en orden, que nuestros
muertos descansarán y el dolor se irá de nuestra tierra, pero a veces ya no sé si es pedir demasiado. En fin... muchas gracias por su
atención.
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