Me levanto al mediodía en un ambiente opresivo. Los objetos
parecen estar transdimensionando lentamente. Mal humor y respiración espesa por
horas. Me sirven cualquier cosa, pero no puedo comer, el alimento se aglutina
en mi esófago. Ella me incita a que me acabe todo, pero su voz es un
caramelo pegajoso que se resbala por mi oído, me llena de náusea y me incita a
escupir. Se enoja, lo sé, porque aunque su tonito meloso de mierda no cambia, me
limpia la barbilla como si estuviera lijando una tabla. Aparto su mano con
violencia, y esa mano cae en mi regazo. Cierro los ojos porque sé que es una
alucinación, y que lo que se desprendió fue el pañuelo con el que la maldita me
restregaba la cara.
Más tarde, tomo un baño, y pienso que eso me refrescará,
pero es una falsa ilusión, que no sé por qué sigo albergando. Los objetos cambian de tamaño y rotan, el vacío los mastica despacio, igual que a nuestra
carne. Me miro al espejo y sigo siendo una anciana en silla de ruedas a la que
nadie visita, cuyo único aliciente es volverse a conectar el oxígeno, al lado de
la misma enfermera que odia su trabajo, enjabonándole el culo. La vuelvo a
aventar, esta vez hasta que se cae de espaldas.
—¿Cuántas veces te he dicho que estoy lisiada de las
piernas, no de los brazos, y me puedo tallar yo? Ya te gustó manosearme.
La enfermera se desintegra en el suelo mojado como una barra de queso crema. El piso se inundó por la lluvia que entra a raudales por el techo corroído. Yo estoy sentada en la tina vacía de este asilo abandonado de paredes podridas. Con gran alivio cobro conciencia de que otra vez tuve la pesadilla de que seguía viva.
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