Introducción: La Magnífica Idea
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Mientras descansaba sentada en un
alféizar, a Clarisa se le ocurrió una magnífica idea. Ante sus ojos se extendía
la perspectiva que su nuevo hogar brindaba: las ocho lunas cúbicas fosforecían
juntas en el firmamento, con las nubes enredándose alrededor de ellas, y
brillaban aún más en su reflejo acuático, empedradas con los relumbrantes
icosaedros de hielo que se desplegaban como una red infinita de diamante sobre
las aguas.
En esa casa nueva vivirían y se
transportarían Clarisa y David a partir de su boda. Era una montaña rústica de
malaquita y otros minerales, estacionada en una base simple de la zona más
tranquila del dodecaedro veintisiete. De sus rugosos muros exteriores sin
labrar brotaban varias cascadas como si fueran heridas, y en sus habitaciones
se escuchaba una música constante, como un coro de niños, que el viento
producía al deslizarse entre las estalactitas de los techos. Si bien daba un
aspecto placentero y tenía una altura considerable, era más bien modesta, y, al
subir, cada uno de los siete niveles se hacía cada vez más estrecho. Sin
embargo, esa noche Clarisa se sintió más feliz que nunca, a pesar de tener
que despedirse de la comodidad de vivir cerca de sus padres y sus dos hermanos,
y del contraste con el lujo del dodecaedro tres, donde habitó siempre.
Mientras reflexionaba sobre esto
fue que se le vino a la mente el fabuloso plan para su celebración nupcial: la
adelantarían a las vacaciones, para que todos estuvieran enteramente
disponibles, y tendrían preparada la casa para recibir a sus familiares y
algunos amigos. Así, podrían estrenarla viajando con sus seres amados por los
cuarentaidós dodecaedros de Edrópoli, número coincidente con los días que dura
un himeneo, y convivir de tiempo completo, en lugar de sólo en las ceremonias y
fiestas.
A David le pareció que no podía
haber manera más significativa de inaugurar su matrimonio, pero surgió en su
fuero interno una cierta inquietud. No obstante, como era indefinida, la dejó
pasar y accedió a la iniciativa de Clarisa. Se comunicó pronto con sus dos
hijos, Mónica y Rodrigo, para que estuvieran enterados de las fechas nuevas, y en especial del viaje, y luego le encargó a éste último que fabricara un
anuncio de neón en ese mismo momento para colgarlo en la pared del bar que
tenían en el dodecaedro veintiocho, donde anunciaran que el negocio
permanecería errante durante ese lapso. Más tarde, David también le avisó a su
hermano menor Enri sobre la modificación en los planes, sin poder evitar
rogarle que para entonces no saliera con alguna extravagancia enfrente de sus
suegros. Enri aseguró que no le costaba nada portarse bien durante cuarentaidós
días, aunque no se privó de recalcar que lo estaban obligando a ser un
hipócrita.
Entretanto, la mejor amiga de
Clarisa, Nicole, se ofreció a prestar su casa para los invitados que no
formaban parte de la familia, por lo que la logística para recibir a la
parentela se facilitó. No había problema en dividir el espacio entre catorce
adultos y una niña.
Simultáneamente, aunque fue
engorroso, lograron ponerse de acuerdo con las instituciones pertinentes en
cada dodecaedro, a través del intercomunicador dimensional. Cuando ya estuvo
todo al punto, los novios podían estar más que confiados en que pasarían el
mejor mes de sus vidas.
El día señalado, los primeros en
llegar con estricta puntualidad en un elegante cubículo de su empresa, que
timoneaba un empleado, fueron el hermano mayor de Clarisa, Jesús, junto con su
hija Lili y su hijastra Hilda. Jesús era un doble viudo, dueño de un exitoso
negocio de alimentos por osmosis cutánea. Primero se casó con la madre de Lili,
quien murió en el parto, y luego con una mujer que ya tenía una hija de la
misma edad que la suya. Se divorció al poco tiempo de esta segunda esposa,
pero, años más tarde, ella falleció por un raro caso de pulmones cristalizados
y Jesús decidió acoger a Hilda para que no se quedara sola.
Al mismo tiempo que Clarisa y
David ensalzaban la belleza de las dos muchachas, Enri, Rodrigo y Mónica
engancharon el bar al cuarto nivel de la casa, con el mayor ruido posible de
cadenas y risotadas.
Poco tiempo después, hizo su
arribo triunfal la matriarca de los Arista, Lorena, a bordo de un veloz disco de
plata. Su otro hijo, Luis, venía con ella. Se sintió profundamente
decepcionada al conocer la cueva anodina en que su hija menor pensaba vivir,
pero procuró ser discreta. Luis era apenas un poco mayor que Clarisa y
trabajaba con Jesús como ejecutivo de ventas, aunque lo que en realidad le
gustaba era no hacer absolutamente nada, excepto pasearse en las fiestas de la
alta sociedad. Madre e hijo se vieron entre sí con enfado al advertir al bar
Prisma flotando con torpeza.
Unas dos tazas de tisana untable
más tarde, llegó el padre de la novia, Pedro, con su hermana Thelma y la hija
menor de ésta, Beatriz, a las que ya traía hasta el copete de quejas.
Y por último, ya con considerable
retraso, se aparecieron la otra hija de Thelma, Sandra, y su hijita Kiki,
adentro de un melancólico octaedro de aguamarina de los que flotan arañando los
mares con el vértice posterior.
—Transportarse en octaedros es
tan demodé…—le dijo Lilí a su abuela con un gesto de repugnancia.
—Y vulgar, querida mía— respondió
Lorena.
Una vez que la familia de David
bajó del bar, se hicieron los saludos y presentaciones, y ya reunidos en el
salón principal, la pareja procedió a asignar dormitorios. En la planta baja
estaban la cocina-comedor a desnivel y el salón, donde se quedarían David y
Luis, que suponían que eran los más resistentes a escuchar el rumor del agua y
el viento a través del piso. En el segundo, donde estaba el salón de estar de
las mecedoras, sería para Clarisa y Mónica. El tercero, la biblioteca, estaba
asignado a Enri y Rodrigo. Para que estuvieran más cómodos, los ancianos Lorena
y Pedro dormirían, ella con Thelma en la recámara del cuarto piso, y él con
Jesús en la del quinto. Los niveles seis y siete estaban asignados a Hilda y
Lilí, y a Sandra y Beatriz, respectivamente. Kiki tendría todo el ático para
ella sola, un piquito a través de cuyo domo transparente se veían los anillos
de polvo satelital. Clarisa lo había decorado con esmero, con un encantador
dosel morado de gasa que ella confeccionó, alrededor de un tendido repleto de
cojines y muñecas, un escondite perfecto para cualquier niña…
Kiki rompió en llanto cuando se
dio cuenta de que se quedaría en el ático.
—¡¿Por qué yo me tengo que quedar
sola en el cuarto de los cachivaches?!
—Yo soy alérgico al amoniaco, no
puedo dormir en una planta baja durante un viaje.
Clarisa no recordaba que Luis
tuviera ese problema, pero no pudo pensar en eso por mucho tiempo, porque
Lorena le expresó de inmediato que no consideraba “conveniente” quedarse con su
excuñada Thelma.
—…y además me ofende que estés
evitando dormir con tu madre, Clarisa. ¿Me quieres explicar a qué se debe?
Pedro estaba seguro de que los
“desdoblamientos de ectoplasma”, una de las enfermedades que creía tener, eran
más comunes en un quinto piso, y Lilí no quería dormir con su hermanastra
porque se venían peleando en el camino y el conflicto continuó mientras
instalaban sus cámaras hiperbáricas. Sandra y Beatriz no necesitaron cambio,
pero la primera también parecía indignada por lo de haber confinado a su
criaturita a la soledad del ático. Por lo menos, Enri y Rodrigo no tuvieron
inconveniente, motivo por el cual David y Clarisa se refugiaron en la
biblioteca toda la tarde, mientras los demás decidían lo que les diera la
gana. La sorpresa fue que, sin saberlo,
Rodrigo sí que era alérgico a los corpúsculos que despiden los libros antiguos. Los intercambios de recámara, a veces hostiles, continuaron durante muchas horas, en las cuales la esmerada decoración y limpieza de Clarisa fue descendiendo dramáticamente.
Cuando por fin Clarisa desplegó
su cámara hiperbárica junto a la de su madre, ésta tenía un nuevo reclamo. No
le gustaba para nada que el mamarracho de Enrique estuviera durmiendo tan cerca
de ella. Clarisa, cansada, sólo le recordó lánguidamente que se trataba del hermano
de su prometido.
Por tanto discutir e moverse de un lado al otro, Clarisa no se había dado cuenta de que Nicole ya
llevaba tres horas de retraso. David, por su parte, estaba en el patio frontal,
nerviosísimo. Finalmente, la mansión de Nicole arribó. A través de las
ventanas se percibía una gran algarabía. Nicole, medio borracha, se asomó
mascando algo, para justificarse diciendo que se había perdido porque no le
dieron bien la dirección.
—Ya llevo varios dodecaedros
recorridos, ya no sé ni para que voy con ustedes —declaró, medio en serio,
medio en broma —No te creas, mi Deivid.
Oye, perdona, pero tengo que pasar por mi prima Socorrito todavía, aquí mismo
en el D-veintisiete, no les molesta, ¿verdad?
David acordó resignado seguir a
Nicole hasta allá. Bajó a la cabina y desimantó los cimientos. La casa de
malaquita levitó de inmediato, tambaleándose un poco al principio, pero David
la estabilizó hábilmente con el timón. Era su primera travesía como el señor de
esa casa, por lo que lo consideró casi como un ritual.
Resultó que la prima Socorrito
vivía en un lugar laberíntico, después de unos géiseres que golpearon un par de
veces la estructura, haciendo gritar a todos, pero en la madrugada, cuando ya
se tornaban rosas las lunas, David por fin pudo dirigir el piloto automático hacia el
primer destino: el dodecaedro veintiséis.
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