EL HIPERCUBO AL INFIERNO
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Image courtesy of Victor Habbick at FreeDigitalPhotos.net |
El dodecaedro
veintiséis es un humedal inmenso y helado, repleto de islas giratorias en forma
de icosaedro truncado, forradas de carrizos ásperos y retorcidos. Hay poca
población porque la mayoría de las islas giran en sentido vertical, lo cual implicaría
que los hogares se hundieran cada tanto en las aguas pantanosas y gélidas, a
bordo de una rueda de la fortuna letal. Es por ello que sólo están pobladas las
islas que giran sobre la superficie como carrusel. Sus habitantes tienen muy
bonitas casas, pero están siempre mareados, y el ministro que se encargó de la
primera boda de Clarisa y David, un ancianito con artritis, se tardaba mucho en
hacer cada cosa. No le atinaba a su rostro al ponerse los lentes, y extendía
los documentos con una parsimonia exasperante, mientras la mesa se le recorría
hacia la izquierda. La ceremonia duró una hora, treinta minutos más de lo debido.
Al término, Kiki y Rodrigo se vomitaron en el pasillo nupcial, justo cuando
Mónica les tomaba una foto a los novios.
El veinticinco
también es un humedal, pero mucho más cálido; las porciones de tierra son más
regulares y, por suerte, inmóviles. Al llegar al lugar indicado, el sacerdote
que oficiaría la segunda ceremonia estaba indispuesto, así que Enri se ofreció
a tomar su lugar. Todos lo miraron con asombro, pero él ni siquiera se dio por
enterado y galopó con tosquedad hasta la ventana de la sala de estar del segundo
piso, pateando todas las queridas mecedoras de citrino de Clarisa, para
gritarles a unas tales Suzette y Apolonia. Una mujer voluptuosa con un escote
pronunciado y otra flaca, fibrosa y alta respondieron al llamado desde la casa
de Nicole.
—Dinos, maestro.
—Chicas, voy a
celebrar esta boda, necesito su ayuda.
—¡Qué honor!
Ya estacionadas ambas casas, Suzette y Apolonia aparecieron en la puerta cargando
dos enormes maletines, envueltas en unas túnicas de gasa que no les cubrían
nada. Cuando las dejaron pasar al salón, colocaron una alfombra de topacios y
hiedra en forma de camino y encendieron una cantidad industrial de incienso. Después
de efectuar una danza de gestos larguísima, les pidieron a todos que salieran
de allí, porque el espacio tenía que estar vacío durante dos horas, para
purificarlo. Los jóvenes aprovecharon para jugar con el proyector de David en
los pantanos, y lo rompieron.
Del otro maletín,
Apolonia sacó el traje ceremonial de Enri, una pijama con un estampado de ojos,
y un chaleco de felpa gigantesco con un cuello de varas de amatista. Sin
desprenderse de sus tenis viejos, ni hacer nada con sus rizos negros
desaliñados, que le caían sobre el rostro en diagonal, Enri se colocó su
indumentaria con un complicado procedimiento, que incluía muecas similares a
las de la danza de sus discípulas, tras desnudarse sin el menor pudor enfrente
de todo el mundo. Como la familia de Clarisa no entendía lo que estaba pasando,
y Pedro y Lorena estaban furiosos con el espectáculo, lo único que le quedó a
David fue asegurar que su hermano tenía permiso para efectuar ceremonias, y
ésta era una emergencia. El rito constaba de siete estadios que simbolizaban el
camino de la vida, y culminaba en una reflexión de la pareja, en la que debían
contestar una serie de preguntas frente a un espejo, con una duración de ocho
horas. Todavía seguían en esta última sección, cuando ya faltaba poco para la
boda del dodecaedro veinticuatro.
Lorena y Pedro
no habían entrado porque les pareció una apostasía abominable y, sobre todo,
una payasada. Luis se había quedado con sus padres en la cocina a hacer pedazos
a Enri, cosa que los tres disfrutaban desde la desventurada ocasión en que lo
conocieron, y para lo único que Lorena y Pedro se dirigían la palabra. Luis advirtió
en el telescopio que había cola en el hipercubo de transición y llegarían tarde
al siguiente compromiso. Bajó a la cabina de control para adelantar la casa
hasta la fila, pero David había dejado el acceso con llave. Después fue varias
veces al salón para preguntar si ya casi terminaban, pero Suzette entreabría la
puerta y le hacía señas de que guardara silencio. Finalmente, Luis perdió la
paciencia e irrumpió tronando los dedos y con el rostro encendido.
Cuando llegaron
al hipercubo, ciertamente había una enorme cola para ingresar, lo cual desencadenó
un inevitable enfrentamiento entre Luis y Enri, que tenía más que ver con una
vieja rencilla, que con la interrupción de la boda o la contingencia de
tránsito. Enri cerró la pelea recomendándole a Luis que si tanto le urgía
meterse al hipercubo, porque no tomaba de una vez el que lo llevara directo al infierno,
con lo que se llevó un puñetazo colérico en la nariz.
Por fin, el
agente le indicó a David que abordara la cara cinco del hipercubo, y se
procedió a traslaparlo para entregar a los viandantes a sus diferentes
destinos. El D-veinticuatro es una
ciudad mecanizada en la que todos sus habitantes son empleados de gobierno. Se
yergue a orillas de un mar frío, gris y picado con una altísima concentración
de amoníaco, y es una maraña geométrica de rampas y elevadores. No había más
lugar para estacionarse, excepto junto a un remolino de licuación, por lo que
Luis se vio obligado a fingir que tenía reacción alérgica. Lo único que tenían
que hacer allí era un mero trámite, y bastó con colocar una moneda en la
plataforma del puerto, para que la rampa y los elevadores se accionaran para
llevarlos a todos a la oficina KIU-D24, en lo alto de un edificio negro, donde
sólo bastaron unos cuantos sellos oficiales indelebles en el trasero de los
novios, para validar que ahora se pertenecían el uno al otro. Lo engorroso fue,
como siempre, el registro en los cubos de datos.
Entrar al
veintitrés, cosa que todos deseaban con ansia porque el dodecaedro veinticuatro
es lo más aburrido que puede existir, fue más sencillo porque la organización
del hipercubo en esta zona es impecable, y el traslape a la velocidad de la luz,
cosa distinta al veintitrés, donde todo es un verdadero caos. Allí, está lleno
de mercados y centros nocturnos, que se levantan con un absoluto desorden en
tres pisos tetraédricos.
—¡Fenomenal!
Aquí si podemos abrir el bar —exclamó Rodrigo. Él y su hermana Mónica se precipitaron a
conducir el establecimiento hasta la verde playa, en donde consiguieron un
nutrido grupo de parroquianos, entre ellos varios de los invitados a la boda. Abundaron
los baños de alcohol, por lo que todos, en especial Rodrigo, Sandra e Hilda, estaban
en un alto estado de ebriedad durante la boda esa noche, lo cual no importó demasiado, porque el
ministro prácticamente aplaudió la fuerte borrachera de la concurrencia, aliviado
por dentro de que eso desviara la atención de la propia.
La fiesta siguió
toda la noche. Algunos armaron la bohemia en el bar, otros visitaron los
mercados y se compraron cuanta baratija se les puso enfrente, y algunos más prefirieron
las discotecas del último piso. Mientras, Hilda descubrió que rentaban trajes de
fibra de vidrio y butilo para nadar en el mar, que allí tiene una concentración
de químicos relativamente baja. Ella, junto con Lilí y Beatriz, rentaron unos y
se metieron al agua, que a esa hora fosforecía en vetas de amarillo, verde y
rosa. Cuando Beatriz se adentró tanto que la perdieron de vista, Lilí pensó que
era el momento adecuado para deshacerse de su hermanastra. Descubrió una jaula
de las que usan los científicos para descender a estudiar el fondo del océano y
retó a Hilda a una carrerita, para encerrarla allí y patear la caja fuera de la
vista de los demás, a una cueva donde pudiera respirar, pero no pedir ayuda. Después
se inventaría que Hilda se fue porque ya no quería vivir con ella y su padre. El
plan marchó a la perfección, pero no contaba con que Beatriz sabía bucear en
aguas profundas, donde descubrió a Hilda y la liberó. A continuación, se suscitó
todo un drama familiar para Jesús, puesto que Hilda acusaba a Lilí de haber
intentado asesinarla, y Lilí la acusaba a ella de seducir a su padre.
Clarisa y David
habían programado una bendición de la chamana suprema en el dodecaedro veintidós.
Allí no hay una sola gota de agua, sólo extensiones de tierra seca y
estructuras flotantes, y hace un calor indescriptible. El vaho sube desde la
arena y se cuela en los huesos de una forma que induce a la locura. No obstante,
las personas en el D-veintidós ya están acostumbradas al clima, llevan una vida
como cualquier otra, montados en sus estructuras, y controlan las
alucinaciones que sufren.
Aunque el
malestar era compartido, Pedro dio rienda suelta a su hipocondría, seguro de
que se había evaporado el protoplasma de sus células, y estaba próximo a morir.
Se recostó en el suelo de la planta baja, el único lugar fresco, y se dedicó a demandarle
cosas a su hermana Thelma, que obedecía sus peticiones absurdas sin chistar.
Thelma se
comportaba así porque tenía problemas económicos graves desde que enviudó,
y Pedro, su hermano, les proporcionaba una pensión a ella y sus hijas. A cambio
de eso, se transformó en su enfermera, y casi asistente personal. Sandra, por
su parte, tenía un trabajo en donde ganaba un poco más para mantener a su hija,
y con el que esperaba prescindir de la ayuda de su tío, pero nadie sabía de qué
se trataba y, al ver su forma de vestir y maquillarse, las personas preferían abstenerse
de preguntar. La familia Arista, excepto Clarisa, trataba a Thelma e hijas con displicencia,
rara vez las invitaban a nada, y sólo cuando necesitaban algo de ellas recordaban
su existencia.
Thelma tuvo que
cargar a Pedro en sus espaldas hasta la casa de la chamana. La mujer ya tenía
muchos años en su puesto, y siempre había un tumulto alrededor de la estructura
en que vivía, por lo que estaba harta de ejercer sus funciones y no fue una
experiencia tan mística e inolvidable como esperaron. Pasó sus hierbas por los
convidados de forma mecánica, y declaró la bendición de memoria con la mayor
velocidad de la que fue capaz. Entretanto, algunos se quedaban medio dormidos, entre
el sopor y la resaca, y Pedro aprovechó para pedirle que le pusiera los
ungimientos mortuorios de una vez. Por supuesto, y sin sorprender a nadie, al día
siguiente ya estaba jugando tonchi-tong con Luis como si nada.
El veintiuno es
otro desierto, menos caluroso pero oscuro, porque hay una espesa capa de
nebulosas que tapan las lunas. Después de cumplir con la siguiente fase de su boda,
Clarisa y David, con las plantas de los pies llenas de cortadas y ulceraciones por
la alfombra de topacios y hiedra, importunados sin cesar por desavenencias ajenas
y protestas de todo tipo, quemados por el clima del D-veintidós, con insomnio y
un malestar estomacal severo por los cambios constantes, empezaban a
preguntarse si no era un error todo ese asunto del viaje. Prefirieron suponer
que sólo necesitaban un descanso, y se escaparon con una lámpara a dar un paseo
por la arena azul, para relajarse y tener un instante que sólo fuera para ellos
dos.
En el dodecaedro
veinte hay una preciosa ciudad hecha enteramente de kunzita, que se refleja en
un lago cristalino y plácido. Después de la tregua que se tomaron, Clarisa y
David estaban más optimistas. Recargados el uno en el otro, observaron los edificios
altos y limpios de la ciudad lila, y tendrían que atesorar aquellos
momentos de sosiego, porque ya no encontrarían ninguno en el resto del itinerario.
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