Pintorescos e inofensivos vecinos.
Érase una vez un
golpe bajo que recorría su terreno con singular regocijo, buscando la entrada
del dolor. Había salido de una bota de piel de serpiente, que a su vez
pertenecía al señor Gómez, un parroquiano habitual de la cantina "El
Chupirul", cuyo violento impulso obedecía a la necesidad de
reivindicar su honra viril frente a sus compinches. El dolor, por su parte, corrió
libremente en los testículos que pendían del señor Morales, el cual no hacía
mucho honor a su apellido, puesto que se acostaba, sin remordimiento alguno,
con la señora Gómez, motivo por el cual se hallaba en tan penosa
situación.
Mientras tanto,
José y Flora esculpían cerca de la carretera, con los troncos caídos y la
chatarra que acababan de recoger, preguntándose de nuevo por qué esa
mujer embarazada de cabellos larguísimos se empecinaba en aparecer en todas sus
obras, por más que ellos proyectaban otras ideas. Una de sus teorías
era que el arte tiene una vida propia inefable, y el artista sólo es un
instrumento para revelar ese universo alterno. Por lo pronto, ya habían
bautizado a su musa constante como Olimpia.
En otro punto del
pueblo, Martina usaba su prominente barriga como atril para leer pasajes de la
Biblia, intrigada por todas las enseñanzas que se perdía, siendo que casi
siempre escogían los mismos textos en la misa de los domingos, pero le
angustiaba no comprender muchos términos y símbolos, debido a su escasa
instrucción, por lo que se desahogaba en el consumo desesperado de papitas
fritas, jamón y frituras de harina. No obstante, eso no suplía su carencia de conocimiento y de un diccionario. Consciente de su vicio evasivo,
terminó rompiendo en llanto. Unos chiquillos se rieron
al verla a través de su ventana, y Lorna, su madre, los reprimió... conteniéndose a si misma en realidad porque también estaba a punto de soltar
una carcajada al ver a aquella enorme mujer sollozando, inundada en bolsas de Choffitos
Extra-Queso y sosteniendo una Biblia en la mano derecha. Se fueron pronto, justo antes de que Martina se diera cuenta, y porque los dos hijos de Lorna tenían mucha prisa por llegar al festival de la
escuela: Tati bailaría el son jarocho, mientras que Memo iba caracterizado como el Negrito Bailarín (con bastón y con bombín y con cara tiznada racista), orgulloso, quizá demasiado, por haber conseguido el papel tras la exhaustiva audición
aplicada a los grupos de tercero A, B y C.
Entretanto, la señora Conway, una estadounidense que vivía allí desde los años ochenta, pero cuyo acento y desconocimiento de términos indicarían que tenía una semana de haber llegado, intentaba comprarle apio a una señora del mercado.
— Celery... tal vez se dice celerio... no lo sabe.
— Uy, marchantita, de eso tan raro no tengo.
Así era un día
común, en un pequeño lugar, pacífico, tradicional y agradable, donde la
gente tenía la tranquilidad de salir a tomar un café de olla a la plaza a las doce de la noche, y el rostro de cada uno era conocido por el resto, especialmente
en la calle Farol. Al menos eso era lo que ellos pensaban.
No obstante, a esta utopía se le cayeron los precarios alfileres que la sostenían, debido a una, en principio imbécil, y después horrible sucesión de eventos inexplicables y violentos...
CONTINUARÁ....
Vanessa Guízar, 2012.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario