|
Imagen de HebiPics en Pixabay |
Entonces, por fin regresé a la oficina, y cuando abrí la
puerta descubrí que todos los recibos estaban desparramados sobre la mesa de
nuevo. Estuve a punto de gritar como un simio en pie de guerra, pero el Licenciado
Legorreta estaba sentado en una silla frente a mi escritorio con todo y su nariz de plomo, así que hice como
que todo estaba bien.
Proseguí a sentarme y preguntar qué lo traía a nuestro despacho a
esa hora (era la hora de la comida).
—Me dijo mi abogado—explicó—que debería demandarlos a
ustedes por la cláusula 714.
—Si no mal recuerdo, se la expliqué detalladamente—había
tardado unas tres horas y media en que comprendiera—y usted estuvo de acuerdo.
—Así es.
—¿Entonces?
—Lo que dice mi abogado es que no debí. Así que sólo vine a
hacerle una visita de cortesía para avisarle que se prepare para el citatorio.
Con permiso.
Salí a comer, con dos horas de atraso y las tripas pegadas a
la columna vertebral, después de apilar los recibos, aunque no terminé de
ordenarlos del todo, con la mala pata de que me topé con Leodegaria, que me
venía a presumir su nuevo anillo de compromiso, que parecía un grano de sal de mar enorme pegado a su piel.
—Ay, de una vez te acompaño a comer.
Rayos. Allí se encargó de recordarme cada vez que pudo que
el amor de mi vida se había casado con mi archienemiga de la preparatoria y
luego me obligó a acompañarla a un evento en el centro.
Se me caen casi todos los botones de la blusa en mitad del
gentío. Los coso luego, me digo, en un intento por guardar la serenidad.
Se abren las persianas de un edificio y aparecen un par de
ojos gigantes vivos, monstruosos, casi diabólicos. En las otras ventanas hay un
performance con unas mujeres que parecen
prostitutas en bikinis neón. Todos aplauden, resulta que eso era lo que me había llevado a ver
Leodegaria. Por cierto… ¿dónde está ella? Me doy cuenta de que estoy perdida.
Se me ve el brasier y un señor se lame los labios de una forma repugnante.
Parece que cree que soy parte del espectáculo.
De repente recuerdo que tenía la urgencia de entregarle la
base de datos de cada gasto del año a mi cliente principal. Lo bueno era que le
había encargado a Luciano que organizara los recibos por fecha. Lo malo era que
no tenía idea de dónde estaba, luego el piso se mueve, los rostros se deforman, lo último que escucho es un grito agudo a un milímetro de mi oreja…
Al día siguiente desperté en un banco con un golpe en la
cabeza. Hubo un terremoto y yo perdí el conocimiento hasta las doce del día. Descubrí que el
pavimento se levantó en espiral, como un tornillo retorcido, y los ojos gigantes allí siguen a través de las ventanas, observándolo todo.
¡Qué tarde! ¡La oficina! Pero primero, al doctor a checar la
contusión. Me prescribe estricto reposo y un emplasto viscoso.
Entonces, por fin regresé a la oficina, y cuando abrí la
puerta descubrí que todos los recibos estaban desparramados sobre la mesa de
nuevo. Estuve a punto de gritar como un simio en pie de guerra, pero el Licenciado
Legorreta estaba sentado en una silla frente a mi escritorio con todo y su nariz de plomo, así que hice como
que todo estaba bien.